Se habla mucho sobre el mundo y no poco sobre Dios. En los grandes medios y en todas las redes, existe un diálogo continuo y global sobre la situación, habitualmente de la mano de las estridencias, noticias llamativas a la búsqueda de relevancia. A toda esta conversación y continuos mensajes lo llamamos “ruido”, porque espanta, porque es vivido con agresividad y crispación.
Constatamos que las grandes éticas dialógicas van decayendo. Se abusa de la necesidad de dialogar, de los previos para el intercambio. Unos por exceso de requerimientos que derivan en élites y grupos exclusivos, otros porque solo sirven para yuxtaponer opiniones y terminan restando valor. En medio de todo este panorama, se continúa reivindicando algo esencial: la serenidad, la tranquilidad, la acogida, la empatía.
¿Qué es una palabra serena? Sería una palabra que se expone a aprender, de algún modo. Como recuerda Balthasar: “El sujeto, en última instancia, no es libre de pensar como quiere. No tiene la libertad del objeto, que puede revelarse o encubrirse enmudeciendo. El sujeto tiene que regirse en su aprehensión según la ley de lo relevado”. Y un poco más adelante, en Teológica I: “El amor es el fundamento de la verdad, que la esclarece y la posibilita”.
Volvemos a las raíces del cristianismo cuando lo revelado se hace presente, cuando nos reconocemos incapaces de provocar el acontecimiento, cuando la apertura en la que nos encontramos nos sorprende como algo ya por sí mismo recibido. El primer paso hacia ese diálogo que tanto buscamos es sobrecogernos por el hecho de haber sido creados para la altura de la comunión, para la comprensión imposible del otro, para la escucha y examen sincero de uno mismo. Esta es la exigencia que se pasa por alto, que se dice de puntillas: ser para el otro.
Otro punto, en esta serenidad, se llama humildad. Pues no somos la fuente de la verdad, teniendo sin embargo parte en la misma y siendo más nuestra que de ningún otro. La verdad está del lado de lo que vivimos en esta apertura y muy poco del lado de los hechos. Las verdades son humanas y todo diálogo que busca alcanzarlas, acercarse o rozarse con ellas es una experiencia plenamente humana, que por tanto nos recoloca primeramente en lo que somos.
Un tercer punto, para terminar. Una palabra serena sobre el mundo y sobre Dios es la palabra penúltima que siempre seremos capaces de pronunciar, con respeto por la última que se dice y se dirá. No siempre es necesario, sin embargo, el desvelamiento de todo. Quizá el mandamiento “no matarás” incluya también la no destrucción del secreto íntimo y propio del otro con quien dialogamos, base del respeto, necesidad del alma.