En el momento en que Benedicto XVI se jubiló, la aureola casi angelical que rodeaba a los Papas desapareció. Y es que si antes fallecían sin habernos enterado jamás de sus enfermedades, cuando vimos a Juan Pablo II casi agonizando en el balcón de la Basílica petrina, fuimos conscientes de sus debilidades. Al Ratzinger aceptar que no podía más con la carga que significaba purificar a la Curia Vaticana, confirmamos que los Papas son hombres de carne y hueso, se enferman, envejecen y pueden abdicar cuando sus fuerzas son superadas por los problemas que deberían resolver.
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Y entonces llegó Francisco desde Argentina. De inmediato supimos que tenía afectado uno de sus pulmones, que padecía crónicamente de la ciática -por ello camina con dificultad- y, la semana pasada, que se ha enfermado del colon. Tuvo que ser intervenido y parece que el pronóstico es delicado. Así las cosas, y aunque no da muestras de cansancio interior ni de fatiga existencial, si consideramos ese cuadro clínico y su edad -en diciembre cumplirá 85-, la posible renuncia está a la vuelta de la esquina. Recordemos que Benedicto XVI dimitió a los 86.
Más allá de la situación peculiar que, de darse este o el próximo año, nos pondría frente a dos Papas eméritos con la serie de interrogaciones que se desprenderían: ¿vivirán en el mismo edificio o Bergoglio se regresaría a Argentina?, ¿tratarían de intervenir en las decisiones del siguiente? ¿se reunirían los tres para rezar o ver un partido de futbol?, tendríamos que superar este anecdotario, concentrándonos en lo importante: ¿cuál será el rumbo de la Iglesia que quiera trazar su sucesor? Y no hay más que de dos sopas: o releva a Francisco un Cardenal afín a su proyecto de renovación eclesial, o arriba al Vaticano un purpurado deseoso de impulsar el regreso a una Iglesia de puertas cerradas y escondida en la sacristía. Los vaticanólogos harán sus apuestas.
Qué Iglesia queremos impulsar
Yo creo que, sucesiones anticipadas aparte -en México, faltando tres años para elegir al siguiente presidente o presidenta, ya se desató la carrera por “la Silla”- lo que necesitamos definir es qué tipo de Iglesia queremos impulsar. Es cierto que importa, y mucho, el horizonte trazado por el líder. Pero si nosotros, los de abajo, no queremos seguir su impulso, de nada servirán invitaciones para acercarnos más a Jesús de Nazaret o para -jamás lo dirán así, pero en la práctica ya ha sucedido y puede repetirse- alejarnos de su proyecto vital, y fortalecer el aparato religioso-eclesiástico.
Disfrutemos, o suframos, a Francisco mientras conduce la barca de Pedro. Ya veremos qué propone el siguiente capitán, cuando tengamos otro conductor.
Pro-vocación. El Vaticano no ha estado muy atinado en su trato con las personas homosexuales. Sin embargo, hay una nota reciente que lo reivindica. La Congregación para el Clero ha desautorizado las llamadas terapias para curar la homosexualidad. Además de que tal declaración armoniza con lo afirmado por la Organización Mundial de la Salud (OMS), que la eliminó de las enfermedades siquiátricas… ¡hace ya 30 años!, el gesto eclesiástico tiende un puente de acercamiento con la comunidad gay que hacía falta. Enhorabuena.