Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Vagón festín


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Es probable que no se encuentre en ninguna lista de los mejores inventos de la humanidad, pero, para quienes viajamos con cierta frecuencia y utilizamos el tren con asiduidad, el “vagón silencio” merece encontrarse en la cumbre de inventos dignos de reconocimiento y alabanza. Eso de que puedas elegir un espacio en el que todos los que se encuentran ahí saben que deben guardar silencio durante el tiempo que dura el viaje es, sin duda, un privilegio que disfruto cada vez que puedo. Eso sí, siempre hay quienes llegan despistados y, por más que haya letreros informativos en cada asiento, necesitan que algún otro pasajero les recuerde que no se puede hablar por teléfono o mantener una conversación a cierto volumen con el vecino de asiento.



Aunque pudiera parecer que estos vagones dificultan el encuentro con los otros e impiden generar vínculos, el otro día me sucedió algo muy curioso. En mi regreso a Granada en el último AVE desde Madrid, que llega casi como para convertirse en calabaza, como Cenicienta, al entrar en casa, viajaba a mi lado una mujer de cierta edad que, según me susurró, volvía de un funeral en la capital junto con su hija y su yerno, que estaban en los asientos de delante. La cosa es que, en medio del viaje, cuando empezaba a ser una hora prudencial para cenar, desplegaron todo un picnic con bocadillos, saladitos, platos de plástico y fruta incluido que se repartieron entre sí, incluyéndome a mí. Así, sin haber mediado más palabra que algún susurro, me introdujeron como una más en la cena familiar sin darme demasiado espacio para que yo pudiera replicar.

Vida y fraternidad

Con la naturalidad de quienes están acostumbrados a compartir lo cotidiano y en medio del silencio del vagón, partieron bocadillos, repartieron canapés salados y me ofrecieron una pieza de fruta. Cuando yo mostraba algún reparo a semejante festín imprevisto, más por educación que por otro motivo, mi compañera me susurraba: “Así ya llegas comida a casa”. Quizá haya pocos momentos que ilustran tan bien, al menos para mí, lo que están llamadas a ser nuestras celebraciones religiosas y lo que vivía la primera comunidad creyente, cuando “partían el pan en las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón” (Hch 2,46). ¿Acaso la eucaristía no es algo así? Un espacio en el que cualquiera es “uno más” de la familia, donde no hace falta hablar ni conocerse para acoger al otro, donde se comparte con sencillez y naturalidad cuanto se es y se tiene y donde salimos nutridos de Vida y fraternidad.

Puede parecer demasiado prosaico, pero en ese vagón, aún sin saberlo, había algo de memoria y anuncio de Aquel que se entrega y nos da vida en una mesa compartida. Confieso que, al salir de ese tren, regresé a casa con cierto asombro agradecido en el corazón ante una lección que no esperaba aprender, y menos en el vagón silencio del AVE.