La imagen de un niño llevando a su hermano muerto en la espalda se convirtió en estas navidades en un insólito mensaje del papa Francisco. No sabemos quién tomó la decisión, o qué asesor no impidió que semejante error circulara por el mundo. ¿Qué se pretendía con esa imagen? ¿Sacudir la indiferencia ante las tragedias de las guerras, la pobreza y las migraciones, tantas veces denunciada por el mismo Pontífice? ¿Acaso esa es la manera?
Al terminar la Segunda Guerra Mundial, los vencedores llevaron fotógrafos a los campos de concentración nazis “para que eso no ocurriera nunca más”. Suponían que mostrando las imágenes del horror jamás volvería a suceder algo así. Sin embargo, hace años que se siguen viendo esas mismas imágenes y otras peores. Lo único que se ha logrado por ese camino es que los ojos se hayan ido acostumbrando. Mirar ha convertido a los ciudadanos en espectadores perplejos y no en actores comprometidos.
Ese tipo de fotos es el peor camino si lo que se pretende es zarandear a los indiferentes. Lo único que se logra es generar perplejidad. ¿Acaso se pretende que las personas salgan de su apatía empujadas por el sentimiento de culpa o por el miedo? De esos sentimientos no suelen surgir buenas acciones, no será precisamente la caridad lo que brotará de ese fango. Además, cuando a esa parálisis que provocamos le ponemos el nombre de “indiferencia”, hacemos un juicio injusto y el círculo perverso completa su recorrido. De esa manera solo se logra aumentar la incapacidad para reaccionar; en lugar de una sana conmoción se provoca incertidumbre y temor.
Esas imágenes pueden generar algo aún peor: que la preocupación por “los demás” nazca precisamente del miedo, la culpabilidad, el resentimiento. De manera especial los cristianos debemos recordarlo: las acciones a favor de los que sufren pueden brotar de muchos manantiales: algunos actúan movidos por la culpa, otros por el susto, otros por conveniencias políticas; y hasta hay quienes lo hacen por “opciones pastorales”. Ninguna de esas motivaciones las vamos a encontrar en los evangelios. Tal como lo enseñó y practicó Jesús, lo único que puede conmover cristianamente los corazones endurecidos es el amor al prójimo que es reflejo del amor a Dios.
¿Quién es mi prójimo? Preguntó con algún cinismo el fariseo. Recibió como respuesta la parábola del buen samaritano y la invitación a no detenerse en esa pregunta sino a actuar, a hacerse prójimo. Pero no es lo mismo encontrarse con un hombre herido tirado en el camino, que encontrarse con la foto de un herido tirado en el camino. Cuando el encuentro es real el corazón se puede conmover y hay algo para hacer de inmediato. Ante la foto, solo es posible un dolor sin nombre que impide reaccionar y que fácilmente se convierte en tierra fértil para los peores sentimientos.
Ya nadie puede desconocer que Internet y la televisión van haciendo de la tragedia humana “algo para ver”. Urge recordar que el que es espectador no forma parte de la escena, no se involucra. Sin darnos cuenta el dolor humano sutilmente se ha convertido en un aspecto del “entretenimiento”. Poco después se hace otro click, o se cambia de canal. La firma de Francisco no puede estar junto a eso.