Cuatro religiosas de las Misioneras de la Caridad, la congregación fundada por la beata Teresa de Calcuta, fueron asesinadas junto a otras doce personas, por presuntos terroristas que ingresaron en el convento de Adén, en Yemen, donde funciona el albergue de ancianos que administran las hermanas.
Conmovido, el Papa Francisco se refirió a ese episodio con palabras que fueron más allá de una condena a los asesinos: “estas personas son víctimas del ataque de quienes les han asesinado, pero también de la indiferencia”. Esa referencia a “la indiferencia”, extiende el terreno de los responsables de esa tragedia hacia un número indeterminado de personas, entre las cuales podemos estar incluidos todos. Plantear el tema en esos términos apunta directamente a sacudir las conciencias, a evitar que un hecho de tanta gravedad quede reducido a un acontecimiento aislado, ocurrido en un lugar remoto sacudido por una guerra también lejana. Si las religiosas fueron víctimas “también de la indiferencia”, parecería que algo debería estremecerse en el interior de cada persona.
“La cultura del bienestar nos ha hecho insensibles a los gritos de los otros. Somos una sociedad que ha olvidado la experiencia del llanto, la globalización de la indiferencia nos sacó la capacidad de llorar”, clamó Francisco cuando visitó la isla de Lampedusa. En ese, su primer viaje como Papa, explicó que había ido hasta allí para “despertar conciencias” y para que no se repitan tragedias y naufragios como lo que han ido sucediendo durante años frente a esa isla. En aquella oportunidad no solo denunció la indiferencia como un fenómeno generalizado, sino que señaló su origen, “la cultura del bienestar”; y una sorprendente consecuencia: “nos sacó la capacidad de llorar”.
Una vez más, la mirada del Santo Padre se dirigía hacia un horizonte más amplio, no caía en la tentación de la reacción simplista que divide el mundo entre buenos y malos, y reduce los problemas a la capacidad que se tenga de atrapar a los malos. Sus gestos y palabras en Lampedusa, o ante el asesinato de las religiosas, invitan a mirar las causas profundas y a tomar conciencia de las terribles consecuencias de esa indiferencia ante el dolor.
“Muchos de nosotros, y me incluyo, estamos desorientados, ya no estamos atentos al mundo en el que vivimos, no curamos, no custodiamos lo que Dios ha creado para todos y tampoco somos capaces de custodiarnos los unos a los otros”, dijo Francisco en aquella isla al denunciar por primera vez en su pontificado “la globalización de la indiferencia”. El Papa se incluye entre los “desorientados”, y al hacerlo parece invitar a cada uno a reconocer en sí mismo esa sensación, a dejar el cómodo lugar del que mira el dolor ajeno como algo que no le incumbe, o, peor aún, como algo de lo que hay que protegerse. Nuestra cultura, en lugar de impulsarnos a responder al sufrimiento con compromiso y compasión, nos enseña a escapar de él. Una expresión, que podemos escuchar en cualquier conversación familiar, enuncia con claridad una actitud instalada en la sociedad: “hay que alejarse de la mala onda”.
Esas cuatro jóvenes religiosas, siguiendo el ejemplo de la beata Teresa de Calcuta, no se alejaron de “la mala onda”, la fueron a buscar, a tocarla, a curarla. Ellas no fueron indiferentes, no permitieron que la cultura del bienestar anestesiara sus almas, no se olvidaron de la experiencia del llanto, fueron capaces de entregar su vida silenciosamente en el servicio a los más pobres; hasta que un día cualquiera, después de haber hecho sus oraciones y mientras se disponían a iniciar sus sencillas e indispensables labores, Anselm, Marguerite, Reginette y Judit fueron asesinadas por la crueldad de algunos y la indiferencia de muchos.
El Papa Francisco reconoció como mártires a estas cuatro hermanas y se lamentó porque estos mártires que cada día son asesinados por el mero hecho de ser cristianos “no son portada de los periódicos, no son noticia”.