Virus sacralizados


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Dicen que estamos viviendo una distopía a cuenta de la atmósfera de cierta irrealidad que encierra el forzado confinamiento. Creo que ha hecho mucho daño el empacho de series con el que nos han recomendado pasar el estado de alarma. Precisamente el encierro es lo que nos salva, de momento, de repetir errores históricos de los que no hemos escarmentado. No vamos hacia delante, resbalamos hacia atrás.



Nos distraemos con mundos pos-apocalípticos –inevitable recuerdo aquí para la advertencia del Fernando Arrabal showman– porque nos hemos olvidado de cómo llegamos a lo peor y porque sigue vigente la apreciación de Antonio Machado, a un año del 36, de que el mayor peligro para la paz es “la escasa fantasía del hombre para imaginar los horrores de la guerra”. Lo saben muy bien en África o Siria, por eso huyen de ella.

Siendo grupo de riesgo por razones que no vienen al caso, me dan más miedo los virus que leo –hace una temporadita ya, en realidad– en las redes sociales que el COVID-19. No es solo por el lamentable tuit de Clara Ponsatí, dicen que cristiana, aunque no la reconocería nunca por esos caracteres.

Imagen de archivo de varias personas con teléfonos móvil y el logo de Twitter al fondo/Archivo VN

A poco que asoma la incertidumbre, y esta es una época rebosante de ella, aparece pronto el cavernícola. No son muy numerosos, pero tienen un poder infeccioso en la masa extremadamente virulento. La Historia nos lo demuestra mejor que cualquier serie de ficción.

Son fáciles de reconocer. Son los que espolean también los grupos de WhatsApp más heterogéneos surgidos al calor de esta pandemia. Inasequibles al desaliento. Huérfanos de capacidad autocrítica. Sobrados de sus razones. Prestos a la arrogancia verbal. Envenenando la convivencia. Se encuentran también mucho estos días en ámbitos eclesiales. Estos se aferran al dogma hasta olvidar la misericordia. Pueden juntarse con los anteriores o coincidir en el mismo grupo o red. Y entonces no hay mascarilla que te proteja.

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