“Entonces el Señor Dios modeló al ser humano de arcilla del suelo, sopló en su nariz aliento de vida, y se convirtió en ser vivo” (Gn 2,7).
Creo que no valoramos lo suficiente estar vivos y vivir. Igual en los últimos meses nos hemos hecho algo más conscientes con el Covid pero en cuanto hemos podido volver cada uno a las cosas que más nos interesaban (o que más nos preocupan), estamos como antes.
- LEE Y DESCARGA: ‘Un plan para resucitar’, la meditación del papa Francisco para Vida Nueva (PDF)
- Toda la actualidad de la Iglesia sobre el coronavirus, al detalle
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
“Tú eres mi vida”, “se me va la vida en esto”, “¡esto sí es vida!”, “si tal cosa no sale, me muero”… Al final, pareciera que el valor de estar vivos depende de muchas otras cosas y, algunas de ellas, si lo pensamos despacio, no tienen tanto sentido.
Por desgracia, a veces tenemos que sufrir algún percance grave para verlo de otro modo: un accidente, una enfermedad, una pérdida que nos asoma al borde del precipicio… Y nos damos cuenta en ese momento, cuando sientes que te acabas, cuando experimentas que el valor de la vida no iba ligado a que tal o cual persona te quiera, o a ser bien tratada entre tú gente, o a lograr un éxito laboral o pastoral o espiritual…
Respirar
Vivir es, simple y llanamente, respirar. Sí, con mascarilla, también, no lo dudes. No ahogarte cuando te levantas por la mañana ni asfixiarte cuando va pasando el día. No venirte abajo cuando piensas que mañana habrá un día más, ni bloquearte de ansiedad porque el tiempo se te escapa.
Vivir es respirar. Tomar aire (gratuito y limpio por sí mismo), dejar que te acaricie la nariz, la tráquea, el pecho, el estómago, el vientre, las entrañas… y no sentirte mal contigo mismo ni con el mundo ni con nadie. Y poder irlo expulsando (devolviéndolo de nuevo) con calma, dándote, vaciándote, sabiéndote recibida. ¡Qué difícil es vivir cuando no nos llega el aire!, ¡qué difícil vivir cuando no hay nadie que acoja el soplo vital que devuelves! Vivir es respirar. Porque ahogados no vivimos, sobrevivimos, en el mejor de los casos. ¡Y es tan importante vivirse vivos y no a medio gas sino a pleno pulmón!
Vivir es tomar la propia vida entre tus manos, sabiendo que te la regalan; acogerla con temor y temblor, agradecerla y apropiártela. Porque solo entonces puedes darla de nuevo. Y cuanto más la das, más vives. Respiras. Prueba a quedarte con todo el aire dentro: morirás. Prueba a no tomar aire por un largo rato: morirás.
Toda nuestra atención se centra en los efectos devastadores del Covid (laborales, emocionales, económicos…). Pero se nos olvida que cada uno de nosotros, simultáneamente, atraviesa sus propios caminos: conflictos relacionales, crisis de fe, dificultades económicas, pérdidas familiares, soledad, frustraciones, desamparo, dudas… Sea cual sea tu situación, por difícil que sea, escucha el grito del profeta: ¡Vive! (Ez 16,6).
Recuerda que solo seríamos polvo seco si Dios no hubiera querido regalarnos su aliento. Es el primer don que recibimos de Él. Respirar. No lo perdamos. Y ¡vive! Es el mejor homenaje que podemos hacer a la vida y al Dador de ella. Vivir. Para mí, al menos, creo que es un plan suficiente para iniciar el nuevo curso.