Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Vivir como creyentes


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Hay veces en las que parece que todo lo que sucede alrededor es como piezas de un misterioso rompecabezas que encajan de manera natural, como melodías aparentemente distintas pero que configuran la misma sinfonía. Así, frases y momentos que parecen no tener ninguna relación entre sí me resuenan como si estuvieran estrechamente relacionados.



El otro día, en una rápida visita a Pamplona, me pasó algo de esto. Fui a celebrar la eucaristía de diario en la iglesia de San Antonio de Padua (para algunos “de Lisboa”) y el sacerdote que presidía dijo una frase que se me quedó dando vueltas. Al inicio nos animó a pedir “vivir como creyentes” la jornada que empezábamos. En una misa de diario, un miércoles por la mañana y sin que hubiera ningún funeral, cabría suponer que quienes estábamos ahí teníamos fe, pero me gustó que no diera por hecho que eso nos iba a llevar a afrontar lo cotidiano en clave creyente, y que se incluyera a sí mismo en el deseo de que se nos regalara esa peculiar manera de mirar la existencia y de situarnos ante lo cotidiano que debería derivarse de seguir a Jesucristo.

No dar por supuesto

Este “no dar por supuesto”, que me pareció tan sabio, llegó a mí precisamente después de haber compartido cena con alguien que, confesándose “no creyente” y reconociendo que él no había recibido ese regalo, irradiaba una espiritualidad y una hondura vital que ya la quisiera yo para mí. Hablando de vinos, de actividades sociales, de peregrinaciones en solitario por la senda de San Francisco de Asís en la Umbría, de colores… en los más variados temas de conversación que pudieron surgir en la cena, había algo de una humanidad tan humana que acercaba a lo divino. Quizá él no tuviera fe, pero la sensación que me transmitía fue de un creyente en la vida y en el ser humano que, al menos a mí, me remite inevitablemente a Dios mismo.

Quizá algo de eso es lo que reconocen en Rut los demás personajes de este libro bíblico. Ella, extranjera (¡y moabita para más inri!), no se convierte de manera explícita al Dios de Israel, sino que entra a formar parte de la comunidad por el cariño hacia su suegra Noemí. Es ese amor comprometido, profundamente humano, el que hace que los habitantes de Belén le consideren una más en la comunidad, digna de ser comparada con las grandes matriarcas de Israel (cf. Rut 4,11-12) y de ser ascendiente del gran rey David. Es probable que en su calidad humana intuyeron un modo de amar y de situarse ante la vida y ante los otros que tiene rasgos de ese Dios que es Amor con mayúscula.

Va a ser que, a lo mejor, no tenemos que dar por sentado que quienes carecen de fe no sean creyentes, ni que quienes hemos recibido este regalo vivamos siempre de manera creyente. Mejor no suponerlo y, como nos animaba este hermano capuchino, pidámoslo cada día.