En esta última temporada he estado mucho más en contacto con voluntarios que trabajan con migrantes. Sobre todo los que trabajan con menores de edad. Uno de los colectivos más señalados es la infancia y juventud en riesgo. Ha habido muchas razones para ponerlos ahora en primer plano. Por ejemplo, esos 42 menores de edad que fueron identificados de un total de 2.224 migrantes internados en un CIE en el año 2020, según el Servicio Jesuita a Migrantes (SJM) en su Informe CIE 2020 titulado ‘Razón jurídica y sin razón política’.
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O esos 150 menores de la Cañada Real atendidos por Cáritas desde los 3 años de edad (destinatarios de una visita episcopal cariñosa y reciente) que aprenden hábitos saludables, sociales, tienen apoyo escolar, meriendan y, sobre todo, comparten. O los miles que atiende Cruz Roja –ejemplar su comportamiento también estos días con los menores migrantes en Ceuta–. O la denuncia profética e insistente de la Plataforma de Infancia pidiendo la escolarización de más de 150 menores en Melilla que a pesar de que prueban su residencia (el cierre de fronteras desde hace más de un año ha servido para comprobarlo) y siendo el único requisito que debería exigirse, se les niega la escolarización…
Siempre se me quedará grabada la imagen en el corazón de haber visto de cerca la “escalada” y “desescalada” –por utilizar leguaje al uso– de los menores trepando por lo cables amarrados en Tánger para colarse en los bajos de las hélices de los ferrys, o colándose, raudos, en los bajos del autobús, o intentando hacer “el risky” (salto) en las vallas de Melilla, etc. Quien tenga ojos para ver, y oídos para oír, que los vea y oiga. ¡Y hable!
Pero, sobre todo, quiero traer mi humilde homenaje a los voluntarios que los atienden. A esas personas –santos de las puertas de al lado–, que a pie de vecindad, acompañan, enseñan, conducen, se emocionan… en la tarea de cercanía a los menores migrantes.
Irena Sendlerowa, “Madre de los niños del Holocausto”
Buscando referencias de historias anónimas y escondidas del servicio a los niños sufrientes, José María, mi compañero, me recordó a Irena Sendlerowa (1910-2008), enfermera y trabajadora social, “Ángel del Gueto de Varsovia” y “Madre de los niños del Holocausto”: “Se me enseñó que una persona necesitada debe ser ayudada de corazón, sin mirar religión o nacionalidad”, decía. Accedió al gueto como experta en el tifus tan temido de los alemanes. Rescató más de 2.500 niños (en ambulancias, ataúdes, bolsas de ropa, de basura, de patatas). Todo le servía y nada la detenía en favor de salvar vidas. Descubierta y brutalmente torturada por no descubrir a los niños ni a las familias, cuando ya esperaba la ejecución, un soldado sobornado le gritó en polaco “¡Corra!”. Escapó. Al fin de la guerra desenterró del jardín vecino los dos tarros donde había introducido las identidades de los niños y sus familias de acogida.
Trabajar de voluntario –acompañados por técnicos– con menores migrantes supone fortalecer las identidades escondidas y destapar el genio de Mozart que todo niño lleva dentro.
A Irina se la conocía por “Jolanta”, pero al ver su foto en la prensa alguien la reconoció y telefoneó: “Recuerdo su cara, usted me sacó del Gueto”. El mundo judío la nombró “Justa entre las naciones” y el presidente polaco le otorgó la “Orden del Águila Blanca” que recibió junto a su familia y a una de las niñas salvadas. Falleció con 98 años. A Irena le habían enseñado a vivir en la avenida ancha de la ayuda generosa y comprometida sin distinción de raza o religión. Siendo católica, portaba la estrella de Israel. Nos enseñó con su vida arriesgada cómo “sacar a niños” desde muy oscuros confinamientos.
Los voluntarios que trabajan con ellos abrazan y educan. Y algo más. Sacar a los hijos a la calle con patinetes es fácil. Pero sacarlos de la calle y proveerlos de un mundo de valores, actual y hondo, es harto difícil y necesario. Mucho más difícil todavía intentar con el poeta “enseñar a rezar y retirarse”. La luz de la mirada de Irena es algo más que suya.
Lo dice Gloria fuertes: “El premio del voluntariado es que pasa a ser un artista”. Y lo ejemplifica diciendo que, aunque “el voluntario no ha pintado un cuadro, no ha hecho una escultura, no ha creado una música, no ha escrito un poema… ha hecho una obra de arte con sus horas libres”.
Soy testigo. Y así se lo he recordado a ellos recientemente. Tienen carisma. El carisma de “otra mirada posible” (Santiago Yerga insiste mucho en ello). Sabemos que esa otra mirada es posible. Yo lo sé. Lo sabemos cuando en esa tarea nos cruzamos con las miradas de los menores migrantes.