Una cosa que no me gustan de las vacaciones es que tengo que enfrentarme a la angustia de saber que irremediablemente alguna de las plantas de mi casa va a morir. ¿Me pasa solo a mí?
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Seguramente hay una parte de responsabilidad en mis escasas habilidades, por mucho que me gusten las plantas (mucho). Tener naturaleza viva alrededor es una suerte y a mi me encanta. Quizá por eso me da tanta pena no ser capaz de evitar que se vengan abajo. Pero si además de estar fuera de casa muchos días, nos visita una ola de calor como la que hemos tenido, era casi irremediable.
Eso ha pasado este verano. El balance es equilibrado: dos han fenecido, una no estoy segura de que aun viva, y tres han sobrevivido, curiosamente las más grandes, quizá las más fuertes.
Nuevas tareas
La mayor de ellas, un precioso regalo que me hicieron buscando una planta sumamente resistente, ha perdido algunas ramas. Se han secado. Pero lo que más me ha llamado la atención es que, en la misma maceta, de la misma planta, han nacido dos nuevos retoños. Sí, tiernos y fuertes, de un verde claro y vivo, al resguardo de las ramas más maduras y muy cerca de las dos o tres secas, arrugadas y amarillas.
Y he pensado que no es poco para terminar el verano. Todo –si no es Dios– nace y muere, pero cuando lo amamos, aunque lo sepamos, nos cuesta acogerlo con agradecimiento, sin que la tristeza y un puntito de rabia nos rodee.
Por eso me he propuesto tres tareas. Primero, echar un vistazo por fuera y por dentro de mí y detectar con calma todo aquello que está muriendo o ha muerto del todo, para no mantenerlo sin remedio, para no volcar más fuerzas de las necesarias, no culpabilizarme demasiado por la parte que yo haya puesto (si hay alguna) y dar gracias. Sí, dar gracias. Porque ha existido, porque ha formado parte de un tramo de mi camino y porque me recuerda que yo estoy tan de paso como cualquiera de mis pequeñas y preciosas plantas muertas.
Segundo, alegrarme y celebrar todo aquello -fuera y dentro de mi- que sigue vivo y me acompaña. Poco o mucho, no importa. Y dar gracias. Sí, dar gracias porque están aquí: plantas, personas, proyectos, relaciones…
El baile de la vida
Tercero, estar atenta –que es una forma de amar– a los nuevos brotes que están naciendo en este momento. Y cuidarlos y saborearlos y respetar su ritmo de crecimiento que, sin duda, será distinto para cada uno de ellos: nuevas posibilidades, nuevos horizontes, nuevos retos, nuevas relaciones.
Quizá los que vivimos en lugares con varias estaciones tenemos el privilegio de experimentar que todo lo que forma parte de la vida nace y muere, como nosotros mismos. Que no es un drama, sino parte del baile de la vida. Y una invitación sumamente poderosa a no empeñarnos en marcar los ritmos sino acogerlos. Y como dice la canción de Pedro Guerra: “Cuida a quien te quiere (no a quien querrías que te quisiera), cuida a quien te cuida (no a quien querría cuidarte pero no puede o no sabe hacerlo)”.
Cuidémonos. Yo quizá compre una planta nueva en estos días. Hay que volver a empezar.