En varias ocasiones he comentado mi cariño por la medicina, por la que, a día de hoy, mantengo mi vocación. Sin embargo, no siempre es fácil cohonestar vocación y profesión, porque ejercemos la medicina en un contexto que puede proporcionar no pocos sinsabores. Estos se derivan del mundo laboral, de sus condiciones, de la relación con compañeros y otros estamentos profesionales. A veces de los mismos pacientes o sus familiares; aunque no es frecuente, en ocasiones culpan al médico de lo que les ocurre, o querrían que su realidad fuese otra y modificarla no suele estar en nuestra mano.
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En estos momentos de dificultad de cualquier índole, hay que mirar al interior e intentar volver al amor primero, a las razones que nos llevaron a elegir la medicina. Quisimos hacernos médicos para comprender cómo funcionaba el cuerpo humano en la salud y la enfermedad y, a través de su comprensión, intentar ayudar a nuestros semejantes. Como estudiantes de medicina, no pensamos en ejercer una profesión, solo existía la vocación.
Con sus amarguras
Darse cuenta de que era una profesión, con sus amarguras, vino luego, ya durante la residencia. Del mismo modo que un novio o una novia no piensan en las dificultades del matrimonio, en los enfados o desencuentros, en el desgaste inherente a la convivencia, al roce diario, a la crianza de los hijos. Al principio predomina la ilusión del compartir la vida con la persona amada. Así también ocurre con la medicina.
Luego vienen las dificultades para encontrar un trabajo estable, los malos salarios, las agotadoras jornadas de guardia, los desengaños con una profesión que se había imaginado de otra manera. Imagino que este proceso también ocurre en otras profesiones tan humanas como la mía; pienso en los maestros, los periodistas, los abogados, que quizás pensaron que, a través de su trabajo, podrían mejorar el mundo en que vivían.
Ante el anochecer
Ahora, cuando me acerco al anochecer de mi recorrido profesional, recuerdo la ilusión del estudio y del aprendizaje, y me digo que todavía puedo ser útil, a pesar de amarguras y sinsabores, de limitaciones propias y ajenas, de personas e instituciones.
Recen por los enfermos y por quienes les cuidamos. Y por nuestro país y nuestro mundo.