Entre los miles y miles de agradecimientos, a veces pretendidamente espontáneos, de muchos de los premiados en los Premios Goya, uno de ellos me sonó con más hondura y sinceridad: el de Nata Moreno y Ara Malikian, galardonados a la mejor película documental por ‘Una vida entre las cuerdas’. Se trata de una biografía sobre el violinista que rompió el discurso de agradecimiento al premio, a veces melifluo y amerengado, con un duro alegato contra el racismo y la xenofobia reinante: “Se nos quiere hacer creer que los inmigrantes y los refugiados somos la causa de todas las miserias de la sociedad. Espero que no lo creáis. Siempre, la inmigración fue la riqueza de nuestra civilización”.
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Y un mes antes, Peio Sánchez, que sabe mucho de cine y de parroquias como hospital de campaña acogedora, nos recomendaba una película que “ningún creyente, ninguna persona inquieta, debe perderse”. Esa recomendación nos animaba a seguir homenajeando, a través de la película ‘Fortuna’, la dignidad y fortaleza de los tres veces pequeños migrantes: por pobres, por niños y por estar abandonados.
Todo ello a través de una niña-joven refugiada etíope de 14 años que encuentra el calor de la solidaridad en un monasterio de los Alpes suizos habitado por una comunidad de monjes católicos. Se trata de Kidist Siyum, que entró con sus padres por Lampedusa pero allí perdió contacto con ellos. El autor, Germinal Roaux, en declaraciones a Efe, destacaba que la película es “una respuesta a la impotencia ante la crisis migratoria”. Una respuesta en blanco y negro para que nos dejemos empapar por las miradas y la solidaridad transida de evangelio.
La niña de vez en cuando hace oración ante un icono de María-Madre de Dios. Y ya sabéis que la fuerza de los iconos está en que son ellos los que nos miran. Quizás está niña es icono cinematográfico no tanto para contemplarla, cuanto para que nos dejemos mirar por ella. ¡ Y así, cuantos más la veamos, mucho mejor!
De eso hace un mes. Pero de nuevo en la gala televisada sobre los premios anuales de nuestro cine, otro agradecimiento por un premio también sonaba a gloria. Para nuestra sorpresa, la consabida expectación ante un nuevo “…y el ganador es…” se traducía en renovada alegría. Se trataba del premio al mejor cortometraje documental, también sobre niños migrantes, que fue premiado en los Goya: ‘Nuestra vida como niños refugiados en Europa’. Nuevamente las palabras de agradecimiento también sonaron a sinceridad y verdad.
Ser niños, ser emigrantes. Esta vez no con tres sino solo con dos suficientes razones para crear el mensaje cinematográfico. Para muchos se trata de una pena doble: la de ser niño y ser migrante. Esa era la causa por la que algunos niños no querían ser grabados en la película. Tenían miedo de aparecer en pantalla. Menos mal que alguien, en vez de penalizarlos, los visibiliza y los premia. Y se lo agradece precisamente en el rodaje de ese documental por esas dos razones. Por ser niño y por ser migrante: “Gracias”. Lo dijo Silvia Venegas, autora del mejor cortometraje documental del último año. “Gracias –continuaba– a todos los niños refugiados que no dieron la cara en el documental porque tenían miedo a que sus solicitudes de refugio se viesen afectadas por dar su opinión”.
Y es enriquecedor también que el agradecimiento hecho cine en este documental, reflejo del más de un millón de niñas y niños que han buscado refugio en Europa, lo haya hecho la autora poniendo su mirada y la de todo su equipo directamente dirigida a los ojos de los niños. Y es que, como decía Nietzsche: “Si miras durante largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti”.