En estos días electorales, entre tanto tráfico de palabras mitineras, contradichas al minuto, intencionadamente propagandísticas sin disimulo, y no tanto como buscadoras de la verdad…
En medio de palabras que en el ámbito borrascoso de la política, por desgracia de rabiosa actualidad, con tan poca mano tendida, y con tanto nombre airado y que no sabe poner relato a las cosas…
En la búsqueda de antídotos frente a la palabra usada como veneno e iniquidad, y frente al griterío y el runruneo vacío de voces que no saben usar, no articuladas, deshilvanadas y desarrolladas sin sentido. Solo con la herramienta del insulto y el desprecio…
Frente a poner nombre (¡es un decir!) a las cosas, nuestros representantes en los parlamentos y los aspirantes a serlo, se insultan en una brutalización de los valores y actitudes, donde, casi diría, que yo mismo me siento violado en mis derechos fundamentales de ciudadano inerme…
Frente al sentimiento que me abruma por la impronta –de la que es difícil escapar– de los nuevos corifeos, los tuiteros y gurús digitales que acompañan la devastación verbal que padecemos…
Frente a la degradación de modo calamitoso de la palabra y el discurso –y por tanto de la cultura–, en las diatribas aceradas de la contienda política. O las de los medios, tan interesados en mantener dividendos aun a costa de perder independencia y libertad…
Que resuene el eco
Frente a todo esto y mucho más, ¡qué solos y mudos se quedan los muertos! Y no quiero apagar su eco. Muchos hombres ahogados en las costas de Grecia, o de Canarias. También hace un año en Melilla. Nombres sin eco porque se evanescieron tan denigrantemente. A algunos les cerraron sus ojos que aún tenían abiertos. Sin nombre los enterraron.
También ahora: ¡qué solos y mudos se quedan los muertos! Aquí, en nuestra tierra, mirando al cielo. Como en las otras tierras y fronteras de América, Asia y África. Sin voceros ni testigos. Mudos y ciegos.
Mientras los papagayos de ahora, que repiten mantras prefabricados y de plástico como palabras-basura mucho más numerosas que la que ensucian y matan los mares, guardan silencio al respecto. Y no será porque no han tenido miles de horas y oportunidades de poner nombre creador e imaginativo a las cosas. Que es mandato divino.
Ahogados o a punto de serlo no solo por el mar, el calor o la represión, el aburrimiento, la esclavitud o el miedo, yo también me ahogo asfixiado por demasiada palabra que mata.
Y quiero alentar, a pesar de todo, a los portadores de mensajes para que tiendan la mano al encuentro, para que se (y nos) nos dignifiquen y que no ensanchen abismos insalvables.
Porque de eso se trata. Y este es mi criterio de elección: tender puentes o ensanchar abismos. Que una vez más los migrantes en su lucha por la vida y la dignidad nos sirvan de criterio y veamos las políticas propuestas para abordar el fenómeno migratorio como un elemento determinante y discernidor de mi voto. Que podrá servir para los demás aspectos de la cosa publica.
No olvidemos que muchos emigrantes se quedaron mudos. O los enmudecimos con nuestros gestos, decisiones y también con las palabras. Quien nombra negativamente, respira y expande la atmósfera estancada, inquisitorial, prosaica, derrotista de los nombres que utiliza, desvela su impotencia y se (nos) asfixia.
Pero no siempre será así.