Raúl Molina
Profesor, padre de familia y miembro de CEMI

Y tú, Jerusalén


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Al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad, lloró sobre ella, mientras decía: “¡Si reconocieras tú también en este día lo que conduce a la paz! Pero ahora está escondido a tus ojos” (Lc 19, 41). Le embargó la impotencia y acto seguido, con su rabia acumulada, se ensañó con los mercaderes del templo.



Quizá la impotencia tendría que ser la cuarta virtud teologal: la fe, la caridad, la esperanza y la impotencia, pues no nos queda mucho más que eso cuando los dramas humanos se suceden unos a otros, y cuando vemos la respuesta indolente de los que andamos entretenidos en construir presentes efímeros y futuros exclusivos a la vez que otros mueren en sus tierras yermas, en los mares negros, en sus casas bombardeadas, o en una soledad que les condena. Y mientras, Dios, impotente. Me lo puedo imaginar, una vez más, contemplando Jerusalén y conmovido en sus entrañas viendo como unos hacemos morir a los otros.

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No sé si fue que el marxismo era una entelequia, o que de verdad Dios no es nada, o que la humanidad es un constructo inservible, o que solo yo importo, o que la dignidad es una pretensión vacía o… pero lo cierto es que, mientras personas con nombres y apellidos viven dolorosamente o mueren, convertimos el dolor del otro en espectáculo, nos posicionamos a favor de los buenos, justificamos el dolor de los malos, apoyamos a los que defienden lo nuestro y nos esforzamos en elaborar discursos que sostengan todo esto. Mientras, ellos siguen muriendo. Mientras, Dios –ese dios Yahveh, Alá, Abba– contempla con impotencia nuestra crueldad a la vez que ve su Nombre salpicado por la sangre de los que no tuvieron nada que decir.

La impotencia

Todo esto no es nuevo, y duele recordarlo, pero ¿cuántas veces el salmista no clamó piedad al Señor frente a la crueldad del enemigo? O, ¿cuántas veces las vidas –esas vidas que como tú y como yo tienen ojos, manos y piernas, y familias, e ilusiones, y cosas que ganar y que perder– cuantas veces, esas vidas, han sido solo estadísticas?

¡Qué doloroso debe ser para Dios contemplar lo que somos capaces de llegar a hacer unos con otros!

Parece que, como a Él, solo nos queda la virtud de la impotencia.

Conviene sacudirse el polvo.