Durante el pontificado del ‘Papa social’, León XIII, en el contexto sembrado de una masonería organizada, minado por la división en el mundo católico y amenazado por el empuje creciente del socialismo y del comunismo, una comunidad de religiosas Beatas de San Agustín de Barcelona conjugaba con deleitable equilibrio la serenidad contemplativa con los servicios docentes. A aquel Beaterio llegaron los Padres Agustinos, expertos en rumbos ultramarinos y propusieron a aquellas Hermanas proyectarse hacia apostolados misioneros.
En diaria contemplación hablaban ellas a Dios del mundo y con la sorprendente propuesta emprenderían nueva ruta para hablar ahora al mundo, de Dios. Durante más de un año, aquella comunidad, incluidas las novicias, en discernida búsqueda, interioriza la suave sugerencia del Espíritu: “Métete por la historia y los sinsabores del hombre y llegarás a Dios”.
El Espíritu recreó la dinámica de aquellas Agustinas que se ponen en salida y se dan por aludidas porque se sienten Misioneras entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios. Se ofertaron voluntarias para la misión a ultramar y a las niñas huérfanas de Manila. Durante cinco años dedicaron sueños, juventud, pasión, salud… hasta que sus cuerpos quedaron lacerados por la enfermedad, mientras eran tatuadas sus entrañas con la armonía para el amor. Con un corazón habitado volvieron al Beaterio enfermas, pero no derrotadas.
Herencia compartida
Tomaron en sus manos frutos del país; nos los trajeron y nos informaron: “Buena tierra es la que Yahvé, nuestro Dios, nos da”. Su experiencia fue herencia compartida en comunión de vida con la pequeña comunidad de Barcelona que las acogió gozosa y vio en las hermanas que regresaron el referente de la más firme fidelidad a una misión conscientemente asumida. Nos transmitieron la mística en la que se especializaron: el amor de Dios que nos redime y nos empuja hasta el sagrario del Dios vivo, habitado por la humanidad.
Mientras recuperaban la salud, en el reposo impuesto por la enfermedad, alimentaban la inquietud, y sin detenerse en los requiebros del pasado experimentaron que era urgente mirar de nuevo hacia el futuro con agilidad mental y capacidad para transformar el temor en audacia.
En 1890 se vislumbra en España la independencia de las colonias filipinas; pero el corazón de nuestras beatas es caja de resonancia donde siguen cobijadas las niñas huérfanas de Manila. En la paz del Beaterio, al tiempo que recuperan sus debilitados cuerpos, actúa el Espíritu con reconfortantes clarificaciones y la iluminadora insinuación de que es para ellas intolerable el estancamiento.
Nuevo proyecto
Aparece de nuevo la original propuesta serenamente discernida como siempre, en comunidad. Se trata ahora de surcar nuevos mares, asumiendo, en Madrid, la dirección de un Asilo, fundando un Noviciado para jóvenes religiosas que proyecten su entrega hacia la educación de las niñas huérfanas en ultramar o en tierra adentro.
Ante el reincidente proyecto reaccionaron convergentemente en perfecto acorde tres mujeres de corazón inquieto: Querubina, Mónica y Clara. Se armonizaron tres temperamentos complementarios, tres hitos de ejemplaridad en la búsqueda, la comunión de vida y la misión, como raíces invalidables del equilibrio agustiniano.
Puestas en verticalidad otearon las perspectivas de los grandes horizontes con la responsabilidad de dar continuidad a lo vivido, conscientes de que el discurso testimonial se fragua en diálogo y continuidad con el pasado. Tres cofundadoras, llamadas por el Maestro para juntas crear alianza y proyectar los horizontes eclesiales de una nueva Congregación bajo la nominación de Agustinas Terciarias Misioneras de Ultramar.
Aportaciones personales
Desde el inicio para ellas fue la vocación convocación. Cada una aportó sus haberes como raíz y cimientos en la obra iniciada: M. Querubina, misionera contracorriente, peregrina, entrenada en la búsqueda cargada de preguntas como confirmación de la ardiente inquietud agustiniana: “Mi amor es mi peso y por él soy llevada donde quiera que voy”. Vigía de una identidad congregacional plantada en verticalidad, se compromete con el presente, colocada de puntillas, vislumbrando los cambios permanentes y las soluciones, que por su relatividad histórica nunca pueden ser fijistas.
M. Mónica, mística pedagoga, vive el carisma congregacional sumergida en los mares educativos infinitos de la niñez y juventud, desde la cátedra del amor. M. Clara, contemplativa del Absoluto, experta en el discernimiento y la escucha, nos recuerda que es la interioridad la dimensión angular de nuestra identidad familiar donde Dios se nos desvela y nos revela su rostro.
La fortaleza de M. Querubina, la sensibilidad de M. Mónica y el fervor de M. Clara se armonizaron en perfecto acorde, crearon clima y encendieron hoguera e irradiación tan atrayente, que las jóvenes novicias de aquel primer Asilo de niñas huérfanas en la Villa y Corte de Madrid, bien pronto estimularon y afianzaron las expectativas fundacionales.
Id y enseñad
Todo cuanto se desvincula del pasado se deslegitima de su poder de convocatoria. Como al árbol, sustenta y nutre sus raíces, nuestras Fundadoras fueron transmitiendo a las jóvenes vocaciones el talante que tan connatural les era, proyectado en la enseñanza y las misiones. La savia de la tradición, en la que se inspiraban, nos ofrece hoy una verdadera cantera espiritual de experiencia fundante, donde se entrenaron en el arte de mostrar lo escondido. Ahí brotó la identidad y se hizo creíble nuestro Carisma específico que interpela y convoca irremediablemente: Id y enseñad.
Este lema que nos dejaron enmarca una definida misión que legitima y alienta nuestra respuesta en la Iglesia: para ilustrar la inteligencia con la luz de la verdad y educar el corazón con las buenas costumbres. Somos herederas del tesoro a ellas confiado. Transitando por centro y periferias, sin tienda fija ni cabalgadura propia, siempre con la misma misión, sentimos la necesidad de recuperar las raíces en la pureza original que nuestras Fundadoras nos muestran, cuando se proyectaron por primera vez ad gentes hacia ultramar, tanto como cuando en 1890, con creatividad, respondieron, inter gentes, en tierra adentro, con la fundación del Noviciado en la Villa y Corte de Madrid.
Regar las raíces significa para nosotras hoy mantener el corazón en vela alimentando el fuego del amor primero que ensancha el alma en sincronía con la historia. Siempre un-proyecto-en-hechura… ‘cum gentibus’.