Estamos en plena celebración del bicentenario del Instituto Marista, fundado por Marcelino Champagnat el 2 de enero de 1817 en La Valla (Francia).
El inicio de los actos tuvo lugar de forma descentralizada, a principios de año, en distintos lugares de los cinco continentes. El hermano Emili Turú, superior general, inauguraba una escuela intercultural e interreligiosa en Bangladesh para hijos de los trabajadores de las plantaciones de té. Se rehúyen los fastos para concentrarse en acciones cargadas de significado. Centenares de miles de personas de todas las clases sociales viven esta conmemoración con alegría y esperanza.
El bicentenario se afronta con la mentalidad de un conductor de automóvil. Mirar atentamente hacia delante, con los ojos puestos hacia el futuro, pero de vez en cuando con la mirada de soslayo hacia el retrovisor.
Venimos de un pasado largo, muy largo. En estos doscientos años encontramos múltiples hechos, motivo de agradecimiento y de perdón. Toda biografía personal y colectiva se entreteje de luces y sombras. Surge del corazón una profunda acción de gracias por la entrega de tantos hermanos que han vivido al servicio de la educación de niños y jóvenes desde el arraigo en una espiritualidad mariana. Por la ilusión de los alumnos, por la confianza de las familias, por la entrega de los profesores.
Tiempos tranquilos, los menos, y tiempos convulsos, los más. Incluso 176 hermanos han sido testigos de la fe en España hasta el martirio. Un esfuerzo sin desfallecimiento a favor de los más necesitados para proporcionarles oportunidades educativas. También brota el sentimiento de pedir perdón por no haber estado siempre a la altura de la misión recibida o por haber frustrado expectativas razonables.
El proyecto de Champagnat tiene una dimensión eclesial. No se reduce a las comunidades de hermanos. Este carisma representa un don del Espíritu para la Iglesia en beneficio de la sociedad. Laicos, hombres y mujeres, pueden sentirse llamados a vivirlo.