Una mujer con casco y armadura que tiene sujeto a un león. El escudo al lado de la espada. Una torre en la roca que resiste, inquebrantable, a fuertes ráfagas de viento. Este complejo de imágenes evoca algo que reúne a mujeres y hombres de cualquier origen cultural o étnico: la virtud de la “fortaleza”. El vocablo es obsoleto, pero cuando se encuentra, todavía sugiere, aunque vagamente, esa disposición del alma que se opone al miedo y que no se deja doblegar por fuerzas destructivas.
Hoy, sin embargo, se prefiere reflexionar sobre aspectos particulares de la acción relacionados con la fortaleza en lugar del significado de la fortaleza misma. Hablamos de buena gana de resistencia, de valentía o –por usar un término mucho más de moda– de resiliencia, es decir la capacidad de sobrevivir y reaccionar ante la adversidad con un espíritu de adaptación, a veces incluso con ironía. Si se practica una búsqueda constante del bien, todos estos comportamientos ciertamente resultan ser fundamentales para vivir una “buena vida” a nivel social, político y personal. Resistencia, resiliencia, coraje y firmeza son, de hecho, armas en nuestras manos para contrarrestar la prepotencia, el cinismo y la arrogancia. No solo eso. Tales comportamientos influyen positivamente en quienes lo presencian.
Sin embargo, los supuestos de estos comportamientos no siempre coinciden –o al menos no del todo– con el fundamento de la fortaleza entendida en una perspectiva cristiana. En este último caso, de hecho, la fortaleza se revela en su integridad solo cuando está iluminada por la fe. Cuando, conscientes de nuestra debilidad, nos confiamos a un Dios cuyo poder infinito se revela en la vulnerabilidad de la cruz: un Dios que precisamente en virtud de haberse hecho vulnerable se convierte en nuestro escudo, nuestra fuerza, nuestra roca. De esta apuesta de fe –que es una apertura fundamental a la caridad– fluye el don de una fortaleza serena, muy diferente de la temeridad, una fortaleza que trasciende, incluso comprendiendo en sí, también los actos de audacia, resiliencia, resistencia y valentía. En resumen, se trata de la relajación del corazón, de la paz interior que invocamos con esas simples palabras “no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal”. San Pablo escribió que cuando somos débiles es entonces cuando somos fuertes (2 Cor 12, 10). ¿Mera paradoja o verdad profunda?