La foto de Fati y Marie tiradas en la arena y sin vida dio la vuelta al mundo. Madre e hija murieron de sed y penurias en el desierto entre Túnez y Libia. Un desierto que la periodista marroquí Karima Moual definió como “un frente de guerra sin bombas, una fosa común equivalente al mar Mediterráneo”. Fati, a quien la escritora y poeta Maria Grazia Calandrone dedica un poema, (publicado por primera vez aquí, en ‘Donne Chiesa Mondo’), es solo uno de los rostros de la “maternidad migrante” de las madres víctimas de la emigración. Madres que se enfrentan al mar y al desierto, a la persecución y a los campos de detención, al hambre y la sed y a los peligros que provienen de los hombres y de la naturaleza, impulsadas por el deseo de dar a sus hijos una vida mejor.
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Muchas madres migrantes probablemente habrían seguido ligadas a su destino si no hubiera habido un impulso de la cabeza y del corazón. Si el futuro de sus hijos no les hubiera convencido para abandonar su precaria seguridad. Es una realidad constatada: las estadísticas nos dicen que, hay más mujeres migrantes que hombres. Pero cuando hablamos de “maternidad migrante” no nos referimos solo a ellas. El dolor y el sufrimiento devastador de la migración también se manifiesta de otras maneras.
Es la “maternidad migrante” la de las madres que no ven a los hijos que las dejaron en pos de un futuro mejor. Madres que permanecen en su hogar, pero privadas del amor y protección de quienes trajeron a este mundo. Madres invadidas por el dolor de no saber e imaginar lo peor: a sus hijos engullidos por la arena del desierto o tragados por las olas de un mar enemigo, sin haber llegado nunca a su destino.
Madres abandonadas y dolorosas como la de Amadou que con 15 años abandonó Mali y aterrizó en Sicilia tras atravesar Níger y Libia. Encontramos su historia en el libro ‘Anche Superman era un rifugiato’ (‘También Supermán era un refugiado’) publicado por Bur y editado por Igiaba Scego y ACNUR Piamonte. La madre de Amadou, que hacía muchos años que no sabía nada de él, respondió cuando la llamó: “Déjame en paz, mi hijo está muerto”. Él explica que tuvo “que esforzarme mucho para hacerle entender que era yo, que era Amadou. Le conté detalles sobre nuestra vida que solo yo podía conocer. Y luego rompió a llorar”.
La madre de Jerreth Jaiteh, un gambiano que ahora trabaja como mecánico en ‘Reggio Emilia’, también fue abandonada. Él había huido de la dictadura porque quería estudiar y ser libre. Ella le había insistido hasta el final para que no se fuera. Lo poco que tenían, incluso la limitación de la libertad, era preferible a lo que Jerreth enfrentaría. Sabía de muchos que no habían regresado. Sabía de jóvenes que habían sufrido una violencia sin precedentes y que habían muerto. Los campos libios, el desierto, las torturas, las detenciones… sí, son noticias que llegan hasta los pueblos más remotos de Gambia. Llegan a todas las madres cuyos hijos se han ido solos y quizás en secreto, mujeres cuyas vidas están completamente desbaratadas y cuyo destino está marcado por la ausencia. Son madres abandonadas.
Dolorosa soledad
Las mujeres que se organizaron en ‘Terre pour tous’, una asociación de familiares de tunecinos desaparecidos en el Mediterráneo, buscaron una respuesta a esta dolorosa soledad. Entre ellas está Leyla Akik, la madre de Youseff que intentaba llegar a Italia. Leyla no sabe nada de su hijo desde hace más de tres años. “Él no está –dice– por eso mi lucha por saber la verdad es cada vez mayor y ahora me siento la madre de todos los jóvenes que desaparecen”.
También “maternidad migrante” es la de las mujeres que en sus países se encuentran actuando como madres de los hijos de quienes se han ido. Mujeres que asumen cargas y responsabilidades. Que no escatiman en proteger a quien no puede ser protegido por su madre, obligado a emigrar. Que extienden su amor a quienes no nacieron de ellas, pero las necesitan. Cuidan a los hijos de su hermana, cuñada, prima, vecina, compartiendo con ellos lo poco que tienen. Familias extensas que no presumen de modernidad alguna y que reparan los daños de una migración que no tiene en cuenta los afectos y vínculos familiares. Son madres sustitutas.
Es “maternidad migrante” la de quienes dejan a sus hijos y se van precisamente para garantizarles un futuro mejor. Saben que se están exponiendo a un peligro enorme. Que para ellas la violencia y la violación acechan junto con las privaciones. Que el precio a pagar puede ser muy alto. A veces se convierten en madres durante el viaje y no saben quién es el padre de los nuevos hijos que, pese a todo, darán a luz y amarán. Como narran Fiore, una joven eritrea de 24 años, y Fassiuta Giomande, una mujer marfileña de 41 años, que llegó directamente a la maternidad del hospital de Palermo procedente del barco Diciotti de la Guardia Costera italiana. Fiore dejó a una hija en su pueblo de Eritrea tres años antes, y su marido está en Suiza. Primero se fue a trabajar a Sudán, donde fue violada. Luego partió hacia Libia, donde quedó embarazada.
Fassiuta se vio obligada a abandonar a seis niños en Costa de Marfil. La que alumbró en Palermo es la séptima. “Alguien quizás pensará que no soy una buena madre, pero me fui para garantizar a mis hijos un futuro mejor. Espero volver a abrazarlos, dejarles conocer a su hermanita, para poder vivir todos juntos una vida digna. ¿Estoy pidiendo demasiado?”. No hay mayor dolor y contradicción que el de una madre que deja a sus hijos por amor a ellos. Son madres interrumpidas.
Prefieren llevárselos
Por eso muchas prefieren llevárselos. Incluso los más pequeños, incluso los que aún llevan en su vientre. En el desierto y en el mar pueden encontrar la muerte dejándolos huérfanos. Por eso, su única esperanza es que encuentren hombres y mujeres de buena voluntad. Un día, en Lampedusa, un joven de menos de 18 años procedente del África subsahariana, llegó de la mano de un niño de unos tres años. “No sé quién es el. Lo encontré en el desierto, estaba solo, abandonado. Lo llevé conmigo para salvarlo e hicimos el viaje juntos, pero no es de mi familia”, explicaba el joven a los voluntarios de la Cruz Roja y a la policía. Los trabajadores de ‘Save the Children’ aseguran que esto pasa a veces porque los menores son dramáticamente separados de sus padres durante los momentos de confusión en la partida, o porque los propios padres se los confían a un conocido para realizar la travesía
Las imágenes nos muestran los rostros de mujeres embarazadas aterradas tras largas horas en el mar. Frágiles, pero conscientes de que sin un acto de valentía su criatura no tendrá un futuro. A veces, estas valientes madres mueren al dar a luz a sus hijos. Como Sephora Niangane, que murió sola en Brindisi tras dar a luz a una niña. Dos días antes había sido rescatada en el mar por el barco Geo Barents de Médicos Sin Fronteras. No llevaba documentos consigo, además de su nombre dijo que tenía 24 años y que venía de Burkina Faso. Los niños se les pierden porque se les escapan de los brazos y caen al mar. En Lampedusa hay quien recuerda el largo y silencioso llanto de la madre que ni siquiera tenía 18 años junto al cuerpo inerte de su hija de 5 meses. Ella y la niña llegaron a pocos kilómetros de la costa, pero entonces el barco de madera que las transportaba volcó.
En un barco procedente de Antalya, Turquía, a unas 71 millas de Libia, tres niños murieron de sed: Haret de tres años, Hudaifa de dos años y Motaz de 12 años. “La madre de Hudaifa lo lavó y le cambió la ropa sucia. Luego lo perfumó y, con sus propias manos, lo entregó al mar”, informaba la agencia Gerta human reports.
¿Y qué pasa con las madres cuando llegan a un país extranjero con o sin sus hijos? ¿Llegan a realizar algunas de las aspiraciones por las que se han enfrentado al peligro y al dolor? ¿Se tiene en cuenta su condición de madres en el país al que llegan? Por desgracia, las respuestas a estas preguntas no son reconfortantes. Sin el idioma, algunas permanecen solas y aisladas, experimentando la frialdad de una sociedad que no las esperaba. En los países de llegada no existe una red familiar de ayuda mutua y no hay cultura comunitaria. Y nosotros, que pedimos a estas mujeres que cuiden de nuestros hijos y de nuestros ancianos, muchas veces nos olvidamos que ellas también tienen una familia. Quizá esté aquí, pero está dividida porque los hombres y las mujeres están separados trabajando en familias o ciudades distintas.
“Las mujeres migrantes llevan en su propia carne experiencias dramáticas”. Son palabras del Papa Francisco.