St. Patrick’s Catholic Church, Washington
Queridos amigos:
La primera palabra que quiero decirles es gracias. Gracias por recibirme y por el esfuerzo que han hecho para que este encuentro pueda realizarse.
Aquí recuerdo a una persona que quiero, que es y ha sido muy importante a lo largo de mi vida. Ha sido sostén y fuente de inspiración. Es a quien recurro cuando estoy medio “apretado”. Ustedes me recuerdan a san José. Sus rostros me hablan del suyo.
En la vida de José hubo situaciones difíciles de enfrentar. Una de ellas fue cuando María estaba por dar a luz, por tener a Jesús. Dice la Biblia: “Estaban en Belén, le llegó a María el tiempo de dar a luz. Y allí nació su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales y lo acostó en el establo, porque no había alojamiento para ellos” (Lc 2,6-7). La Biblia es muy clara: “No había alojamiento para ellos“.
Me imagino a José, con su esposa a punto de tener a su hijo, sin un techo, sin casa, sin alojamiento. El Hijo de Dios entró en este mundo como uno que no tiene casa. El Hijo de Dios supo lo que es comenzar la vida sin un techo. Imaginemos las preguntas de José en ese momento: ¿Cómo el Hijo de Dios no tiene un techo para vivir? ¿Por qué estamos sin hogar, por qué estamos sin un techo? Son preguntas que muchos de ustedes pueden hacerse a diario. Al igual que José se cuestionan: ¿Por qué estamos sin un techo, sin un hogar? Son preguntas que nos hará bien hacernos a todos: ¿Por qué estos hermanos nuestros están sin hogar, por qué estos hermanos nuestros no tienen un techo?
Las preguntas de José siguen presentes hoy, acompañando a todos los que a lo largo de la historia han vivido y están sin un hogar. Les diré una cosa: no existe ninguna justificación, ni social ni política ni moral, para aceptar la falta de alojamiento.
José era un hombre que se hizo preguntas pero, sobre todo, era un hombre de fe. Fue la fe la que le permitió a José poder encontrar luz en ese momento que parecía todo a oscuras; fue la fe la que lo sostuvo en las dificultades de su vida. Por la fe, José supo salir adelante cuando todo parecía detenerse.
Ante situaciones injustas, dolorosas, la fe nos aporta esa luz que disipa la oscuridad. Al igual que a José, la fe nos abre a la presencia silenciosa de Dios en toda vida, en toda persona, en toda situación. Él está presente en cada uno de ustedes, en cada uno de nosotros.
No encontramos ningún tipo de justificación social, moral o del tipo que fuese para aceptar la falta de alojamiento. Son situaciones injustas, pero sabemos que Dios está sufriéndolas con nosotros, está viviéndolas a nuestro lado. No nos deja solos.
Sabemos que Jesús no solo ha querido solidarizarse con cada persona, no solo ha querido que nadie sienta o viva la falta de su compañía, de su auxilio, de su amor. Él mismo se ha identificado con todos aquellos que sufren, que lloran, que padecen alguna injusticia. Él nos lo dice claramente: “Tuve hambre, y me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; anduve como forastero y me dieron alojamiento” (Mt 25,35).
Es la fe la que nos hace saber que Dios está con ustedes, Dios está en medio nuestro y su presencia nos moviliza a la caridad. Esa caridad que nace de la llamada de un Dios que sigue golpeando nuestra puerta, la puerta de todos para invitarnos al amor, a la compasión, a la entrega de unos por otros.
Jesús sigue golpeando nuestras puertas, nuestra vida. No lo hace mágicamente, no lo hace con artilugios, con carteles luminosos o fuegos artificiales. Jesús sigue golpeando nuestra puerta en el rostro del hermano, en el rostro del vecino, en el rostro del que está a nuestro lado.
Queridos amigos, uno de los modos más eficaces de ayuda que tenemos lo encontramos en la oración. La oración nos une, nos hermana, nos abre el corazón y nos recuerda una verdad hermosa que a veces olvidamos. En la oración, todos aprendemos a decir Padre, papá, y en ella nos encontramos como hermanos. En la oración, no hay ricos y pobres, hay hijos y hermanos. En la oración no hay personas de primera o de segunda, hay fraternidad.
Es en la oración donde nuestro corazón encuentra la fuerza para no volverse insensible, frío ante las situaciones de injusticia. En la oración, Dios nos sigue llamando y levantando a la caridad.
Qué bien nos hace rezar juntos, qué bien nos hace encontrarnos en ese espacio donde nos miramos como hermanos y nos reconocemos los unos necesitados del apoyo de los otros. Hoy quiero unirme a ustedes, necesito su apoyo, su cercanía. Quiero invitarlos a rezar juntos, los unos por los otros, los unos con los otros. Así podremos continuar con este sostén que nos ayuda a vivir la alegría de saber que Jesús siempre está en medio nuestro. ¿Se animan?
Padre nuestro que estás en el cielo…
Antes de irme, me gustaría darles la bendición de Dios:
Que el Señor los bendiga y los proteja;
que el Señor los mire con agrado y les muestre su bondad;
que el Señor los mire con amor y les conceda su paz (Nm 6, 24-26).
Y no se olviden de rezar por mí.
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