Inauguración de la 105ª Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española
Madrid. 20 de abril de 2015
1. Saludos y recuerdos
Al comenzar la Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal, saludo cordialmente a todos Uds. Expreso mi afecto fraternal a los señores obispos, que compartiremos los gozos y trabajos de nuestro ministerio a lo largo de estos días, que constituyen una preciosa oportunidad de buscar juntos los caminos del Evangelio en nuestro tiempo y en nuestras latitudes. Muestro, en nombre de todos los obispos, nuestra gratitud a los presbíteros, consagrados y laicos que colaboran eficazmente en los trabajos diarios y con frecuencia escondidos de la Conferencia; sin vosotros, queridos amigos, no podríamos llevar a cabo los servicios que deseamos prestar a nuestras diócesis y también a la sociedad española. Saludo a los comunicadores de los diversos medios, a los que queremos informar generosamente y de los que esperamos el ejercicio de vuestra probada competencia. Estamos convencidos de que sin vosotros no se pregonaría el mensaje cristiano desde los tejados, como dice el Evangelio. Queremos que las buenas noticias de Dios y sobre Dios al servicio de los hombres circulen por todas las vías que el desarrollo técnico pone a nuestra disposición. ¡Bienvenidos todos a esta solemne sesión de apertura de la Asamblea Plenaria de los obispos españoles!
El día 22 de febrero recibió la ordenación episcopal en la catedral de Barbastro el nuevo obispo de Barbastro-Monzón, Mons. D. Ángel Pérez Pueyo, antes de su nombramiento rector del Colegio Español de Roma. Es una coincidencia que D. Ángel ocupe la misma sede episcopal que ocupó hace algunos decenios Mons. D. Jaime Flores, ambos de la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos. De nuevo expresamos al nuevo obispo nuestra sincera felicitación; y lo acogemos cordialmente en esta fraternidad de servidores de Dios, del Evangelio, de la Iglesia y de la humanidad que es y quiere ser la Conferencia Episcopal. Te acogemos, querido amigo, con gratitud, afecto y confianza.
Saludo cordialmente y felicito al nuevo arzobispo de Zaragoza, Mons. D. Vicente Jiménez Zamora. Igualmente manifiesto mi afecto al nuevo obispo de Segovia, Mons. D. César Augusto Franco, que sucede a Mons. D. Ángel Rubio. Expreso también mi cordial bienvenida a esta Asamblea de la Conferencia Episcopal al P. Manuel Herrero Fernández, OSA, administrador diocesano de Santander.
Perdonad que ahora diga unas palabras sobre mí. El día 14 de febrero tuvo lugar el Consistorio de creación de nuevos cardenales en Roma, presidido por el papa Francisco. Entre los llamados al Colegio Cardenalicio me encontraba yo. La confianza mostrada por el papa para mí fue una sorpresa; y me alegro también por la Conferencia Episcopal Española, que en estos años por voluntad de Uds. yo presido. A la confianza manifestada por el papa quiero responder con agradecimiento y con generosa disponibilidad para prestar la colaboración especial que ahora se me pide. Ha sido una nueva llamada de la Iglesia a servir en comunión leal y sacrificada. Jesús multiplicó los panes en el desierto; le pido que multiplique también mis fuerzas y mi tiempo. Agradezco una vez más a todos Uds. la felicitación que me comunicaron en su momento y la compañía fraternal en las celebraciones de Roma. A todos nuevamente manifiesto mi gratitud. La solidaridad, nos enseñó san Pablo, se expresa también «alegrándose con los que se alegran y llorando con los que lloran» (Rom 12, 15).
Desde la última Asamblea Plenaria ha fallecido Mons. D. Antonio Dorado Soto, obispo emérito de Málaga. Él formaba parte de una generación de prelados que tuvieron la responsabilidad de llevar a cabo las reformas promovidas por el Concilio Vaticano II y de transmitir el espíritu conciliar a nuestras Iglesias; también contribuyeron a la tarea histórica de la Transición política de nuestra sociedad. Les agradecemos los trabajos y pruebas que tuvieron que afrontar y también su ánimo y esperanza ante la nueva etapa que se abría. Oramos al Señor por el eterno descanso de D. Antonio; confiamos en que ya ha escuchado de labios de nuestro Señor: «Siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor» (cf. Mt 25, 21-23).
2. Año de la Vida Consagrada y V Centenario del Nacimiento de Santa Teresa de Jesús
El día 21 de noviembre, fiesta de la Presentación de la Virgen María, y 50 aniversario de la aprobación de la constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II, escribió el papa Francisco una carta apostólica a todos los consagrados con ocasión del Año de la Vida Consagrada.
Casi coincidiendo con este Año discurren las celebraciones del V Centenario del nacimiento de santa Teresa de Jesús, nacida en Ávila el día 28 de marzo de 1515, donde comenzó la reforma del Carmelo, y muerta en Alba de Tormes (Salamanca), en 1582. Llama la atención que las numerosas iniciativas para celebrar estas efemérides hayan encontrado una acogida gratificante. Solo aludo en este momento a la valiosa exposición organizada por la Fundación Las Edades del Hombre, en la ciudad de Ávila y en la villa de Alba de Tormes. Es una exposición nueva de la larga serie de exposiciones de las Edades del Hombre, que sorprendentemente mantienen una altura admirable. No decaen ni su calidad ni su estilo. Se asemejan a una cordillera con muchos picos, y ninguno de los cuales pierde altura. El último día de la Asamblea Plenaria que estamos inaugurando peregrinaremos los obispos de la Conferencia a Ávila. Allí celebraremos la eucaristía en la iglesia que se levantó en el emplazamiento de la casa natal de Teresa de Cepeda y Ahumada, de santa Teresa de Jesús, de la santa. Tendremos también la oportunidad de rezar y saludar a las carmelitas de los conventos de la Encarnación y de San José; en el primero pasó muchos años y desde allí salió para fundar; se orientó en su reforma con la clave de la pequeñez evangélica. Deseamos que la memoria, la intercesión y el magisterio de santa Teresa nos alienten para responder a «tiempos recios» como «amigos fuertes» de Dios. Volveremos a Ávila, Dios mediante, a principios de agosto para el Encuentro Europeo de Jóvenes. Santa Teresa, que cuando estaba muriendo en Alba de Tormes exclamó «es tiempo de caminar», nos acompaña llevando el Evangelio por los caminos del mundo.
El papa Francisco ha dirigido la preciosa carta a los consagrados como sucesor de Pedro y «como hermano vuestro, consagrado a Dios como vosotros». Él mismo se introduce como destinatario, partícipe de la gracia, de la misión y de la esperanza que comporta la vida consagrada. Es comprensible que los religiosos y religiosas hayan proyectado en el papa Francisco un apoyo peculiar en la situación actual. Varios religiosos han expresado esta confianza en entrevistas que proliferan en este Año de la Vida Consagrada. Agradecemos a los entrevistados el testimonio de su vocación y de su vida. Lo que dice la constitución conciliar, acerca de la Iglesia, se puede aplicar también a la vida consagrada: «Va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» (Lumen gentium, n. 8). La carta, que está prestando un servicio estupendo en congresos y en reflexiones personales y comunitarias, señala tres objetivos: «Mirar al pasado con gratitud», «vivir el presente con pasión» y «abrazar el futuro con esperanza». Se puede decir probablemente que la vida religiosa se encuentra en una travesía pascual de la que forman parte las pruebas e incertidumbres y también los signos de nueva vida. El Señor conduce la historia providencialmente, librándonos del dominio de la casualidad, fatalismo o arbitrariedad, y apelando a nuestra responsabilidad libre y fiel.
Se puede afirmar, utilizando una comparación, que la escala del mapa de la vida religiosa ha cambiado profundamente en los decenios últimos. En nuestras latitudes, dentro de no muchos años, la presencia de la vida religiosa, tanto contemplativa como apostólica, será de unas dimensiones muy distintas. Todos padecemos este proceso de debilitamiento con inquietud y también con la mirada puesta en el Señor. Queremos descubrir el designio de Dios en estos cambios, que nos desconciertan en un sentido y en otro nos ayudan a descubrir con mayor radicalidad la primacía de la gracia.
También los ministros del servicio presbiteral en nuestras diócesis será pronto, lo está siendo ya, considerablemente menor. Por esto, queremos reflexionar conjuntamente en la Asamblea Episcopal, compartiendo experiencias y proyectos, sobre las vías para que toda comunidad cristiana pueda recibir los servicios fundamentales que requieren su vida y misión. El horizonte en que queremos movernos es de vitalidad misionera, y no simplemente de resistencia y aguante.
El papa Francisco, en la carta a que venimos refiriéndonos, hace una invitación a los obispos. Estas son sus palabras: «Que este Año constituya una oportunidad para acoger cordialmente y con alegría la vida consagrada como un capital espiritual que contribuye al bien de todo el cuerpo de Cristo (cf. Lumen gentium, n. 43), y no solo de las familias religiosas. “La vida consagrada es don hecho a la Iglesia, nace en la Iglesia, crece en la Iglesia, está totalmente orientada hacia la Iglesia” (Intervención de Mons. D. J. M. Bergoglio en el Sínodo episcopal del año 1994 sobre la vida consagrada). Por eso, al ser don a la Iglesia, no es una realidad aislada o marginal, sino que pertenece íntimamente a ella; está en el corazón mismo de la Iglesia como elemento decisivo de su misión, ya que expresa la íntima naturaleza de la vocación cristiana». Estamos convencidos de que religiosos, ministros y laicos somos hermanos en el Pueblo de Dios. Todos nos necesitamos recíprocamente dentro de la Iglesia, que es la familia de la fe. Cada hermano es un don para el otro. Damos gracias a Dios por los consagrados que siguen más de cerca (pressius) a Jesús virgen, pobre y obediente, y nos impulsan en ese dinamismo. Sus gozos son también nuestros, sus padecimientos nos hacen sufrir también a nosotros. En la debilidad queremos apoyarnos y alentarnos unos a otros. Agradecemos las palabras del papa que termino de citar y que han resonado no solo en esta Asamblea, sino también en nuestro espíritu y nuestros empeños pastorales. Las iniciativas programadas para este Año de la Vida Consagrada hallan eco en nuestras Iglesias y nosotros como pastores las animamos. Los consagrados ocupan un lugar destacado en nuestros cuidados pastorales, que expresan la gratitud y la estima cordial por su vida, presencia y misión.
Junto a ellos está el ministerio y vida de miles de sacerdotes que en nuestras diócesis trabajan abnegadamente y ejemplarmente en colaboración con nosotros los obispos en las más variadas parcelas de la actividad pastoral, en especial en las parroquias de nuestros pueblos y ciudades. Ellos ocuparán también, como he dicho, un espacio en las reflexiones de la presente Asamblea al tratar no simplemente los problemas derivados de la disminución del número de sacerdotes o del aumento de la media de edad a la hora de la atención pastoral de las comunidades, sino sobre todo de su participación corresponsable en la misión universal de la Iglesia que no se reduce a los límites de la propia diócesis.
3. Llamados a la tarea y conversión misioneras
Todos los miembros del Pueblo de Dios estamos llamados a una permanente tarea misionera –a ser «evangelizadores con espíritu» (cf. Evangelii gaudium, nn. 262-283)– que nace del mandato misional de Cristo a sus discípulos: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16, 15). Hoy, nosotros recogemos este encargo de anunciar con gozo a nuestros hermanos que la salvación y realización plena del hombre solo vienen de Dios por medio de Jesucristo, nuestro Salvador.
No podemos dudar de que esta llamada sea un reclamo permanente del Espíritu de Dios a su Iglesia. Este fue también el mensaje de fondo del Concilio Vaticano II, cuyos 50 años seguimos conmemorando de forma agradecida. Así nos enseñaron también a entenderlo y vivirlo tanto san Juan Pablo II como el papa emérito Benedicto XVI y, antes, el beato Pablo VI, cuando en su célebre exhortación apostólica Evangelii nuntiandi señaló que «la tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia. (…) Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar» (n. 14).
Poniendo eco a estas palabras programáticas de su antecesor, el papa Francisco en su exhortación apostólica Evangelii gaudium proclama: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría». Recogiendo la labor del Sínodo sobre la Evangelización, nos ha llamado a una «conversión pastoral». Con palabras apremiantes nos ha invitado a inaugurar «una nueva etapa evangelizadora marcada por la alegría».
Tarea evangelizadora que han constituido el empeño de la Iglesia en nuestro país y de los sucesivos Planes Pastorales de la Conferencia Episcopal, siempre con el impulso y guía del magisterio de los últimos papas. Lo mismo ocurre ahora con el próximo Plan Pastoral de la Conferencia para los años 2016 al 2020, que estamos estudiando y elaborando con aportaciones de los obispos y otros colaboradores, y siguiendo la línea programática común para toda la Iglesia que hemos recibido de la mencionada exhortación Evangelii gaudium del papa Francisco para ofrecer a todos, en la concreta situación de nuestro pueblo, la alegría salvadora del Evangelio de Cristo.
Ciertamente las circunstancias o escenarios actuales en los que hemos de desarrollar nuestro trabajo evangelizador han cambiado. Ya los Lineamenta para la XIII Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre «La Nueva Evangelización para la transmisión de la fe cristiana», celebrado en octubre de 2012, nos apuntaban de modo orientativo una serie de ámbitos para la tarea evangelizadora en el mundo de hoy, que nosotros venimos descubriendo en nuestra propia realidad. En el marco ambiental de una fuerte y penetrante secularización se señalaba en este documento la existencia del fenómeno de la globalización, la aparición de la sociedad de la información y de las poderosas nuevas tecnologías de la comunicación, la activación de los movimientos migratorios, la problemática ética de los avances científicos, la dolorosa y persistente crisis económica y social, el advenimiento de un mapa político complejo e inestable, etc.
Sin caer en absoluto en el pesimismo, hemos de reconocer que las circunstancias históricas que estamos viviendo han hecho más difícil y más necesaria la claridad y la firmeza de la fe personal, la vivencia comunitaria y sacramental de nuestras convicciones religiosas. En la sociedad actual e incluso también en nuestras propias diócesis están presentes el olvido de Dios y el debilitamiento de la fe, con lo que se oscurece y desconcierta la vida de las personas, de las familias y de los pueblos (cf. Benedicto XVI, Porta fidei, n. 2). Queremos orientar el trabajo de la Conferencia Episcopal a dar respuesta a estos desafíos y favorecer una «transformación misionera» de nuestras Iglesias, parroquias y comunidades. Como nos pide el santo padre, «tenemos que salir» de nuestras fronteras y de nuestras inercias para llevar la alegría del Evangelio a nuestros hermanos con el atractivo del Mensaje de Jesús. «Hace falta pasar de una pastoral de mera conservación a una pastoral misionera» (EG, n. 15). Una pastoral misionera que nos lleve a todos a reavivar la pastoral ordinaria y a la búsqueda y encuentro de los que se alejaron de la Iglesia o nunca estuvieron cerca.
Nuestro trabajo en la elaboración del Plan Pastoral se refiere únicamente a las actividades de las Asambleas Plenarias y de las Comisiones Episcopales en estos próximos años, con el fin de que cuanto hagamos en la Conferencia Episcopal nos sirva a los obispos y a los agentes pastorales de las diócesis para desarrollar de manera eficiente un trabajo misionero en los propios territorios, sin entrar en lo que tienen que ser las previsiones y programaciones que luego cada diócesis quiera hacer en esta perspectiva misionera para dinamizar y organizar sus propias prioridades pastorales.
Nuestras propuestas estarán dirigidas a las tres actividades fundamentales de la pastoral: el anuncio de la Palabra, la celebración litúrgica de los misterios de la salvación y el ejercicio de la caridad. En la concreción de cada una de ellas intervendrán las Comisiones Episcopales afectadas, que irán señalando las acciones y objetivos específicos; todos ellos tendrán como denominador común el empeño evangelizador y el compromiso de la caridad.
4. Sobre la situación social de nuestro pueblo
Precisamente, nacido de las exigencias sociales que conlleva la fe cristiana (cf. EG, nn. 177-23), llega también a nuestra Asamblea un documento largamente deseado que pretende ofrecer desde la Doctrina Social de la Iglesia una iluminación realista y a la vez esperanzada sobre la situación social y política que vive nuestro pueblo. Confiamos en que el documento, a la vista de su madura elaboración, pueda ser aprobado por esta Asamblea.
Vemos el actual escenario social con preocupación, en especial las persistentes consecuencias de la crisis económica que, con innegables signos de recuperación, todavía afecta muy profundamente a las capas sociales más desfavorecidas, sobre todo al inmenso número de desempleados, y de entre ellos a los jóvenes.
Todo esto ha contribuido, sin duda, a un complejo panorama político y social. Ante esto la posición de la Iglesia no es, como ya viene demostrando nuestra Conferencia Episcopal desde los inicios mismos de la Transición política, en la que tuvo un destacado papel en la recuperación pacífica de los derechos y libertades, la de un contrincante político. Su papel no es de orden partidista, sino de orden pastoral, de iluminar conforme al Evangelio la conciencia de sus fieles para que su actuación, con personal responsabilidad, sea coherente con su fe como ciudadanos que son también de pleno derecho. A todos ofrecemos con respeto nuestra aportación.
Este es el cometido evangelizador de la Iglesia en la sociedad civil de nuestro país, donde tiene un espacio cualificado por su significación histórica y social, que viene marcado por las coordenadas de independencia y colaboración. Así lo determina la Constitución, que, respetando la aconfesionalidad del Estado, contempla el hecho religioso como positivo para la construcción social, por su aporte de valores y servicio solidario y humanizador además de sobrenatural.
En este doble sentido siempre trabajará la Iglesia por los valores innegociables como son el derecho a la vida desde la concepción hasta su fin natural, el verdadero matrimonio y la armonía y estabilidad familiar, el derecho de los padres a la educación de sus hijos conforme a sus convicciones; todo ello en consonancia con los valores del Evangelio, donde prima ante todo la opción preferencial por el amor y la misericordia de Dios para con los más débiles y pobres de la sociedad.
Desde el laicismo muchos no entienden que la legítima autonomía del orden temporal (cf. Gaudium et spes, n. 36), querida también por los cristianos, no puede significar prescindir del recto orden moral y de las verdaderas exigencias de la naturaleza humana. Y es ahí donde es posible y necesaria la colaboración de los católicos con otras propuestas que tengan el mismo objetivo de la defensa de los valores de la dignidad humana y la realización del bien común.
En una sana sociedad civil no ha de extrañar que los católicos tengan una voz coherente con su fe en los asuntos públicos, en el diseño de la vida social y cultural. Convicciones profundas que, por otro lado, están en las raíces más fecundas de la historia y señas de identidad de nuestro pueblo y han informado su caminar por la historia.
Es necesario que los cristianos, especialmente los seglares, vivan, personal y asociadamente, con coherencia responsable y alegre, la fe en la calle, en la vida social y política, en el ejercicio del voto o de la representación y actividad política, en la familia y con los amigos, en la cultura y en el arte, en el trabajo y en la diversión. Vivir una religiosidad profunda y a la vez comprometida por hacer un mundo mejor y más justo; defender y proponer, especialmente en los temas más cuestionados hoy, la verdadera dignidad del ser humano, que solo se esclarece plenamente a la luz de Jesucristo, el Verbo encarnado (cf. Gaudium et spes, n. 22).
A lograr este objetivo quiere contribuir con su iluminación positiva y a la vez realista sobre la situación social el documento Iglesia, servidora de los pobres, que traemos para su estudio y aprobación.
Conocemos de primera mano el sufrimiento de numerosas personas en nuestra sociedad, y también las respuestas solidarias de miles y miles de voluntarios de nuestras diócesis, parroquias y comunidades, que sirven en muchas instituciones de la Iglesia, especialmente Cáritas, ayudando y atendiendo a los más débiles de la sociedad.
Especial atención merecen también para nosotros las consecuencias de la crisis que está afectando a las familias, sobre todo a los más pequeños y a los ancianos, así como a las mujeres. No nos olvidamos de dirigir una mirada al mundo rural, que ocupa una parte importante de la geografía humana y física de nuestras diócesis, de nuestros pueblos y parroquias, con un progresivo envejecimiento y despoblación y con políticas en no pocas ocasiones solo de subsidio.
Apoyados en la Doctrina Social de la Iglesia, la visión de la realidad que tenemos no puede quedarse en la explicación de la crisis social y económica solo en causas económicas; hay otras causas que proceden de la falta de valores éticos y del sentido trascendente de la persona, de la marginación de Dios, en definitiva, y con Él del ser humano.
En una palabra: esta crisis social y económica arrastra en el fondo una crisis antropológica, ética y religiosa en la que ha incidido en no pequeña medida el secularismo y el materialismo economicista. Piénsese si no en los casos de corrupción, que tanto dañan la confianza de la población. Desgraciadamente, la realidad ha puesto ante nuestros ojos la lógica económica también en una dimensión que podríamos llamar “idolátrica”. La ideología que defiende la autonomía absoluta de los mercados y de la actividad financiera instaura una tiranía invisible que impone de forma unilateral sus reglas. Cuando esto ocurre estamos ante una verdadera idolatría en la que al dinero se le rinde culto y se le ofrecen sacrificios; a la postre, como si fuera el rendimiento económico el que da fundamento a nuestra existencia y dictamina la bondad o maldad de nuestras acciones, incluso la actividad política se convierte en una tecnocracia o pura gestión y no en una empresa de ideas y valores.
Ante todo esto, nuestra propuesta no puede ser otra que la nacida de la Doctrina Social de la Iglesia; una propuesta que busca la realización de una economía de rostro humano, que ponga a la persona en el centro. Como nos señala el papa Francisco, urge recuperar una economía basada en la ética y en el bien común por encima de los intereses individuales y egoístas. El propio pontífice ilumina el contenido de esta primacía: «Afirmar la dignidad de la persona significa reconocer el valor de la vida humana, que se nos da gratuitamente y, por eso, no puede ser objeto de intercambio o de comercio (…), preocuparse de la fragilidad, de la fragilidad de los pueblos y de las personas. Cuidar la fragilidad quiere decir fuerza y ternura, lucha y fecundidad, en medio de un modelo funcionalista y privatista que conduce inexorablemente a la “cultura del descarte”. Cuidar de la fragilidad, de las personas y de los pueblos significa proteger la memoria y la esperanza; significa hacerse cargo del presente en su situación más marginal y angustiante, y ser capaz de dotarlo de dignidad» (Discurso al Parlamento Europeo, n. 8, 25 de noviembre de 2014).
Ante esta situaciones, como ya dijimos en la Nota Una llamada a la solidaridad y a la esperanza, publicada con ocasión de nuestra anterior Asamblea Plenaria de noviembre de 2014, «junto a eficaces políticas de concertación social y de desarrollo sostenible, necesitamos una verdadera regeneración moral a escala personal y social y con ella la recuperación de un mayor aprecio por el bien común, que sea verdadero soporte para la solidaridad con los más pobres y favorezca la auténtica cohesión social de la que tan necesitados estamos. La regeneración moral nace de las virtudes morales y sociales, y para un cristiano viene a fortalecerse con la fe en Dios y la visión trascendente de la existencia, lo que conlleva un irrenunciable compromiso social en el amor al prójimo, verdadero distintivo de los discípulos de Cristo (cf. Jn 13, 34-35). A todos nos es necesario recordar que sin conducta moral, sin honradez, sin respeto a los demás, sin servicio al bien común, sin solidaridad con los necesitados, nuestra sociedad se degrada. La calidad de una sociedad tiene que ver fundamentalmente con su calidad moral. Sin valores morales se apodera de nosotros el malestar al contemplar el presente y la pesadumbre al proyectar nuestro futuro. ¡Cuánto despiertan, vigorizan y rearman moralmente la conciencia, el reconocimiento y el respeto de Dios!».
5. Persecución de los cristianos
En la Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal que ahora iniciamos nos unimos a las reiteradas peticiones del papa Francisco a favor de los cristianos perseguidos en diversos países del Medio Oriente y de África. La dureza de la persecución ha herido no solo a cristianos de las diversas confesiones, sino también a fieles de otras religiones. Defendiendo a todos ha levantado el papa su voz y les ha mostrado su proximidad en la oración, con el afecto y el apoyo social y económico. Nos adherimos al papa en todas estas manifestaciones. La solidaridad humana, la fraternidad cristiana y la condición de creyentes nos unen a todos para exigir respeto a la dignidad humana y a la libertad religiosa.
Agradeciendo a Dios lo que ha significado para nosotros católicos el Concilio Vaticano II en la relación con todos las religiones, pedimos a todos que nunca utilicemos el nombre de Dios para perseguir e incluso asesinar a personas de otra religión. Matar en nombre de Dios es profanarlo y pervertir el sentido de su reconocimiento, que nos pide unir la adoración de su Nombre y el servicio a los demás. Es terrible que a unas personas y familias se las sitúa irremediablemente ante las alternativas siguientes: o creéis y hacéis lo que os mandamos, o salís de vuestra tierra, de vuestra casa y de vuestro pueblo, que ha sido vuestra patria desde tiempo inmemorial, o inmediatamente os asesinamos. Y así han tenido que huir muchos miles de hombres y mujeres, de niños y ancianos, de familias enteras. El papa ha clamado: es necesario detener este furor y frenar a estos agresores. ¿Se hacen eco nuestras sociedades occidentales debidamente de esta causa, para que la opinión pública exija que se paren estos desmanes? ¡Que toda causa a favor de la vida, de la dignidad humana y de sus derechos halle en nosotros protección y defensa! La violencia y la crueldad han alcanzado cotas que pensábamos habían sido superadas hace siglos de civilización, de cultura y de la relación entre los hombres. Los derechos humanos forman una especie de constelación. Unos derechos deben armonizarse con otros como los astros entre sí que siguen sus órbitas. Ningún derecho humano es “absoluto” en el sentido de que pueda desarrollarse sin tener en cuenta los demás derechos. Las personas tienen derecho a la libertad religiosa, así como tienen derecho a que sean debidamente respetados sus legítimos sentimientos religiosos y sus manifestaciones en el ámbito del bien común.
Me permito recoger dos testimonios muy elocuentes del papa Francisco. El primero lo pronunció en el Parlamento Europeo el día 25 de noviembre de 2014: «No podemos olvidar aquí las numerosas injusticias y persecuciones que sufren cotidianamente las minorías religiosas, y particularmente las cristianas, en diversos países del mundo. Comunidades y personas que son objeto de crueles violencias: expulsadas de sus propias casas y patrias; vendidas como esclavas; asesinadas, decapitadas, crucificadas, quemadas vivas, bajo el vergonzoso y cómplice silencio de tantos».
El segundo testimonio procede del discurso del papa pronunciado el día 16 de febrero de este año, en el Encuentro con el Moderador de la Iglesia Reformada de Escocia: «Me permito recurrir a mi lengua materna para expresar un hondo y triste sentimiento. Hoy he conocido la ejecución de esos 20, 21 o 22 cristianos coptos. Solamente decían: “Jesús, ayúdame”. Fueron asesinados por el solo hecho de ser cristianos. Usted, hermano, en su alocución, se refirió a lo que pasa en la tierra de Jesús. La sangre de nuestros hermanos cristianos es un testimonio que grita. Sean católicos, ortodoxos, coptos, luteranos… no interesa: son cristianos. Y la sangre es la misma, la sangre confiesa a Cristo. Recordando a estos hermanos, pido que nos animemos mutuamente a seguir adelante con este ecumenismo que nos está alentando, el ecumenismo de la sangre».
Además de orar por estos hermanos nuestros, queremos promover en la opinión pública y en los ciudadanos de nuestro país una mayor sensibilidad y atención ante este sufrimiento olvidado que atenta cruelmente contra la vida y libertad religiosa de numerosas poblaciones, en este caso de cristianos, y vulnera los más elementales principios humanitarios y la histórica convivencia pacífica de siglos.
Es preciso mostrar a los cristianos perseguidos nuestra solidaridad también en forma de ayuda material para aliviar su sufrimiento en los campos de refugiados y en las poblaciones asediadas. En este sentido la Conferencia Episcopal Española destinará 250.000 euros, que por medio de la Santa Sede hará llegar a los cristianos perseguidos de Siria e Irak.
6. El drama de la inmigración
Hay otro drama humanitario contemporáneo sobre el que deseo llamar la atención y es el de la inmigración proveniente de África, sobre todo cuando tenemos tan reciente la tragedia de los más de cuatrocientos inmigrantes desaparecidos, ahogados, muchos de ellos niños y jóvenes, tratando de llegar a las costas italianas. A eso se une la muerte provocada de algunos de esos inmigrantes precisamente por su condición de cristianos.
En la visita pastoral que el papa Francisco hizo el 8 de julio de 2013 a la localidad italiana de Lampedusa, al enterarse del naufragio de una barcaza llena de inmigrantes africanos, planteaba unas preguntas que hemos de hacernos ahora también nosotros ante esta tragedia reciente: «¿Quién de nosotros ha llorado por este hecho y por hechos como este? ¿Quién ha llorado por esas personas que iban en la barca? ¿Por las madres jóvenes que llevaban a sus hijos? ¿Por estos hombres que deseaban algo para mantener a sus propias familias? Somos una sociedad que ha olvidado la experiencia de llorar, de sufrir; ¡con la globalización de la indiferencia nos han quitado la capacidad de llorar!».
Recuperemos la compasión y sigamos ejerciendo una verdadera solidaridad cristiana, a la par que reclamemos programas gubernamentales que vayan más allá de la preservación de nuestras fronteras. El rescate de más de diez mil inmigrantes en una semana frente a las costas italianas o el continuo flujo ilegal en nuestras fronteras y costas no puede dejarnos indiferentes, y nos urgen a colaborar desde la Iglesia aún más con otras iniciativas de la sociedad civil y del Estado.
Razones para la esperanza
«¡No nos dejemos robar la esperanza!» (EG, n. 86), en medio de las situaciones duras y dolorosas. La razón fundamental y decisiva para nuestra esperanza es la fidelidad y el amor de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen a la felicidad de su gloria. Nuestro Padre Dios es el principal protagonista de la Historia de la Salvación. Su Hijo Jesucristo, nuestro Señor, resucitado y «constituido en poder», despliega en el mundo la Omnipotencia divina con la efusión del Espíritu Santo para gloria de Dios y salvación de todos los hombres. Él nos ha prometido estar con nosotros hasta el fin de los tiempos. Esta es nuestra misión, este es nuestro compromiso y estas son las razones de nuestra esperanza, que ninguna fuerza de este mundo puede invalidar y que hemos de trasladar a nuestro pueblo en esta hora, cuando las dificultades sociales, políticas y religiosas pueden llevarnos al desánimo. Sigamos el consejo del papa Francisco y «¡no nos dejemos robar la esperanza!».
Que Santa María, Madre del Señor, nos ayude con su intercesión materna en los trabajos de esta Asamblea.
Emmo. y Rvdmo. Sr. D. Ricardo Blázquez Pérez
Cardenal-Arzobispo de Valladolid, Presidente de la Conferencia Episcopal Española