CXI ASAMBLEA PLENARIA DE LA CEE
16-20 DE ABRIL DE 2018
DISCURSO INAUGURAL
DEL CARDENAL RICARDO BLÁZQUEZ PÉREZ,
ARZOBISPO DE VALLADOLID
Y PRESIDENTE DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA
Señores obispos de la Conferencia Episcopal Española, señor nuncio de Su Santidad en España, reciban un saludo fraternal en el Señor, que nos ha confiado el ministerio episcopal.
Reciban todos los presentes mi deseo de una feliz Pascua.
Expreso mi gratitud a los presbíteros, consagrados y seglares que trabajan en los diversos servicios de la Conferencia Episcopal, sin cuya leal y eficaz ayuda no podría cumplir adecuadamente su cometido.
Saludo a los representantes de la Conferencia Española de Religiosos, H. M.ª Rosario Ríos, P. Jesús Antonio Díaz y H. Jesús Miguel Zamora, y en ellos a la vida consagrada en España, cuyo servicio en fidelidad a sus carismas es tan beneficioso para la Iglesia en nuestras diócesis.
Con afecto y respeto saludo a los comunicadores, que cubren la información sobre nuestros trabajos, y deseo que mi saludo llegue también a cuantos reciban su información.
Mi saludo también a los invitados todos que nos acompañan.
Felicitamos a Mons. Ginés Ramón García Beltrán, obispo de Getafe, quien el pasado día 24 de febrero tomó posesión de esta populosa diócesis. Pedimos al Señor sea rico en frutos apostólicos su ministerio en su nueva diócesis. Damos gracias al Señor por su ministerio y le deseamos una feliz y provechosa jubilación a quien ha sido hasta ahora el obispo de esta diócesis madrileña, Mons. Joaquín María López de Andújar y Cánovas del Castillo.
Nuestra felicitación también al arzobispo de Santiago de Compostela, Mons. Julián Barrio Barrio, por la celebración reciente de sus bodas de plata episcopales. Este año también celebrarán esta gozosa efeméride: Mons. Renzo Fratini, nuncio apostólico en España; Mons. Joan-Enric Vives, arzobispo-obispo de Urgell; y Mons. Jaume Traserra, obispo, emérito, de Solsona. Nuestra felicitación a todos ellos, así como a los obispos que este año celebran sus bodas de oro sacerdotales: Mons. Francisco Cases Andreu, obispo de Canarias; Mons. Fidel Herráez, arzobispo de Burgos; Mons. Vicente Jiménez, arzobispo de Zaragoza; Mons. Julián López, obispo de León; Mons. Eusebio Hernández, obispo de Tarazona; y Mons. Joaquín López Andújar, obispo, emérito, de Getafe. Y en el júbilo de las bodas de plata sacerdotales tenemos a Mons. Arturo Ros Murgadas, obispo auxiliar de Valencia.
Se incorporan por primera vez a nuestra Asamblea Plenaria, a quienes dirigimos un saludo especial, los obispos auxiliares de Madrid Mons. José Cobo Cano, Mons. Santos Montoya Torres y Mons. Jesús Vidal Chamorro, ordenados el día 17 del pasado mes de febrero.
Les deseamos un ejercicio fecundo del ministerio episcopal que comienzan, así como les expresamos nuestra acogida en la Conferencia Episcopal, en la que se desarrolla de manera habitual nuestro afecto colegial y servicio común en bien de las diócesis y de la entera sociedad española.
Doy la bienvenida a esta Asamblea Plenaria al administrador de la diócesis de Guadix, el sacerdote D. José Francisco Serrano Granados, y le aseguro nuestra colaboración y mejores deseos durante su servicio en sede vacante a esta querida y antigua diócesis andaluza.
También nuestro saludo y nuestros mejores deseos en su nuevo servicio como consejero en la Nunciatura Apostólica en Madrid a Mons. Gian Luca Perici.
Deseo tener un agradecido recuerdo especial para don Elías Yanes Álvarez, arzobispo, emérito, de Zaragoza, fallecido el pasado día 9 de marzo. Además de su entrega abnegada como pastor a la archidiócesis aragonesa y antes como obispo auxiliar en la de Oviedo, ha sido uno de los grandes servidores en el trabajo y consolidación de nuestra Conferencia Episcopal. Aquí fue secretario, vicepresidente y presidente, y además se dedicó con empeño a la pastoral educativa y al apostolado seglar, siguiendo los impulsos del Concilio Vaticano II. No podemos olvidar su contribución eclesial a la cohesión de sociedad española, como lo han reconocido los testimonios tanto eclesiales como civiles recibidos con motivo de su muerte, en especial del santo padre y de Sus Majestades los reyes de España. Oramos a nuestro Señor y la santísima Virgen del Pilar por el eterno descanso de don Elías.
Como signo de nuestra comunión con su persona y ministerio de sucesor de Pedro, quiero dejar constancia de nuestro agradecimiento al santo padre Francisco por su nueva exhortación apostólica, titulada Gaudete et exsultate,, sobre la llamada a la santidad en el mundo contemporáneo, hecha pública hace una semana. El papa toma pie del texto de Mt 5, 12: «Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en el cielo», para recordarnos «que el Señor lo pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la que fuimos creados. Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una santidad mediocre, aguada, licuada» (n. 1).
Él mismo nos dice que su humilde objetivo con este documento es «hacer resonar una vez más la llamada a la santidad, procurando encarnarla en el contexto actual con sus riesgos, desafíos y oportunidades. Porque a cada uno de nosotros el Señor nos eligió “para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor” (Ef 1, 4)» (n. 2).
Hagámonos eco de este mensaje esencial del Evangelio que el papa nos invita a recordar a nuestro pueblo en una verdadera pastoral de la santidad, tomando nota clara de las enseñanzas de las bienaventuranzas evangélicas que nos comenta el santo padre en su exhortación.
Pero no pensemos solo en los santos o beatos ya elevados a los altares de forma oficial por la Iglesia, de la que tan rica o fecunda es la historia pasada y reciente de nuestra Iglesia en España en las páginas del santoral cristiano, sino que nos confiesa el papa: «Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad “de la puerta de al lado”, de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, “la clase media de la santidad”» (n. 7).
¡Cuántos son también los testimonios de este común de la santidad en el presente de nuestras comunidades cristianas que conocemos de manera directa o por referencias inmediatas! Ellos son nuestro gran tesoro en el despliegue de la santidad con sus dones y carismas, con su ejemplo o testimonio de vida en beneficio no solo de la Iglesia, sino de la entera sociedad española. Ellos nos invitan con su ejemplo de santidad a vivir en fidelidad al Evangelio, a superar lamentos y añoranzas estériles y a confiar con fe y esperanza en Dios que nos acompaña diariamente en nuestra vida.
Paso a detenerme en algunos temas que ocuparán una parte de nuestras reflexiones estos días:
1.- Asamblea del Sínodo de los Obispos sobre los jóvenes.
- a) ¿Qué buscan los jóvenes?
¿Por qué muchos jóvenes, sin motivo personal conocido, se distancian de la participación en la vida de la Iglesia y se colocan silenciosamente como al margen, de ordinario sin agresividad? ¿La Iglesia es para ellos indiferente e irrelevante? ¿Están convencidos de que poco o nada pueden esperar de ella? ¿Se debe esta actitud a un ambiente marcado por un enfriamiento religioso que los retrae? ¿Son los jóvenes como un sismógrafo que detecta los movimientos subterráneos de la historia? ¿Nos acercamos los cristianos adultos a los jóvenes sin miedos ni halagos, sin desconfianzas ni reprensiones? No es bueno que asistamos impasiblemente a este distanciamiento. La próxima Asamblea Sinodal es una oportunidad preciosa para plantearnos o replantearnos comunitariamente la divergencia que nos interroga y nos hace sufrir.
Jesús se acercó a los discípulos de Emaús que, ante el fracaso del «profeta poderoso en obras y palabras» (Lc 24, 19), retornaban a su pueblo con aire entristecido. Él les preguntó y ellos descargaron su desesperanza en la narración de lo acontecido. Jesús, después de escuchar, tomó la palabra y, en la conversación del camino sintieron que su corazón se enardecía, y al cenar juntos se les abrieron los ojos y lo reconocieron, desapareciendo de su vista al instante, como se les había unido en el camino improvisadamente. Llama la atención que antes del descubrimiento del compañero era tarde para que prosiguiera el camino; pero una vez reconocido Jesús como el Resucitado no fue obstáculo la oscuridad de la noche para volver al grupo de Jerusalén del que se habían alejado. El camino de Emaús es un paradigma evangélico de nuestro trato con los demás.
Los jóvenes dicen con frecuencia que no se les escucha; quizá ni siquiera son preguntados en un clima de mutuo respeto; intentamos evangelizar sin tener en cuenta a quiénes nos dirigimos para hacer juntos el camino. ¿Por qué no nos inspiramos también pastoralmente en el pasaje evangélico de Jn 1, 35ss., que es otro “icono” literario para el Sínodo próximo? «¿Qué buscáis?», preguntó Jesús a los dos discípulos de Juan que lo seguían, según la orientación del Maestro (cf. Jn 1, 35ss.). «¿Qué buscáis? ¿A quién buscáis? ¿Dónde moras, Maestro? Venid y lo veréis». El diálogo sobre la fe requiere humildad para preguntar y atención cordial para escuchar; libertad respetuosa para hablar y autenticidad para unir en la respuesta la palabra y la vida. El diálogo sobre Dios no debe degenerar en polémica, ni reducirse a la instrucción como si residiera esta cuestión vital básicamente en la ignorancia. Solo el Espíritu del Señor puede hacer que salte la “chispa” de la luz de la fe y sea tocado el corazón del hombre desinteresado y frío. Desde la nueva situación puede brotar la pregunta: «¿Qué hemos de hacer?» (cf. Hch 2, 37). Además del anuncio del kerigma, el testimonio humilde y gozoso del mensajero y la invitación apremiante a escuchar la voz de Dios, es necesario el acompañamiento personal y eclesial. La paciencia en la espera de la respuesta significa respetar los tiempos de Dios en la germinación de la semilla en la persona (cf. 1 Pe 1, 23). ¿Qué estilo evangelizador debemos adoptar o proseguir en nuestra situación? ¿Cómo se muestra también aquí la “conversión pastoral”? Probablemente no entran de ordinario en los proyectos de Dios ni las prisas ni las respuestas masivas.
Los jóvenes rehúyen con razón ser tratados de forma paternalista, como menores de edad. La condición de personas que compartimos todos reclama la forma correspondiente de relación. Es muy importante que los adultos faciliten el dinamismo de maduración de quienes van tomando las riendas de su vida. Los adultos deben acompasar su crecimiento y respetar sus proyectos. No es legítimo que pongan sobre los “sueños” de los jóvenes la losa de sus frustraciones. A su edad es comprensible que la esperanza tenga una alta dosis de ilusión. Poco a poco la etapa de floración irá cediendo el paso a las comprobaciones de la realidad vivida. El proyecto de vida de una persona pasa por las diversas estaciones –otoño, invierno, primavera y verano–, igual que la semilla sembrada en la tierra. Un adulto ya no es un joven y un joven todavía no es un adulto. En la interacción de las edades, en la mutua permeabilidad de las personas con sus experiencias y esperanzas, en la integración de las diversas generaciones, reside la armoniosa vitalidad de una sociedad.
La esperanza es personal pero no exclusivamente individual. Lo personal y lo comunitario se fecundan recíprocamente. En cambio, lo individualista y colectivo se excluyen, cediendo la prevalencia o al egoísmo o a la represión. Se puede esperar a favor de otros, porque el aliento de la esperanza es un precioso servicio; se puede esperar con otros porque formamos parte de una comunidad de fe, esperanza y amor. «Alegraos con los que están alegres; llorad con los que lloran» (Rom 12, 15). «No pretendemos dominar sobre vuestra fe, sino contribuimos a vuestra alegría, pues os mantenéis firmes en la fe» (2 Cor 1, 24). La Iglesia necesita, para superar el cansancio y el envejecimiento que siempre la acechan, el encuentro permanente con Jesucristo, «el gran viviente y eternamente joven», según proclamó el Concilio Vaticano II al terminar sus trabajos, en el mensaje dirigido a los jóvenes.
- b) Sentido de la consulta a los jóvenes
El papa ha afirmado que el dinamismo de la sinodalidad le ha impulsado a consultar a los fieles cristianos, en este caso a los jóvenes, en orden a las Asambleas del Sínodo de los Obispos. No se trata simplemente de explorar sociológicamente la situación y los centros de interés de los jóvenes, sino de caminar juntos en el discernimiento de los signos de Dios y de su voluntad.
Obviamente, no se pide a los jóvenes que señalen líneas de solución a los problemas planteados, sino que expresen sus satisfacciones o insatisfacciones, sus expectativas o decepciones. Es muy importante que hablen y que todos escuchemos; que vayan asumiendo responsabilidades en la vida de la Iglesia y que compartamos las experiencias en un clima de mutua confianza. No tiene eclesialmente el mismo alcance la opinión de un cristiano participante asiduo en la vida de la Iglesia que la de una persona distante, y no digamos contraria, a la fe cristiana. Es verdad que puede haber observaciones que a modo de «profecías externas» nos conviene oír y reflexionar. Toda palabra auténtica merece ser escuchada, no desoída, rechazada o silenciada. Debemos procurar que la fe no sea desacreditada (cf. 2 Cor 6, 1-4) desde el punto de vista social y cultural; queremos una Iglesia «intelectualmente habitable» y socialmente solidaria, atenta a las necesidades de todos. Partiendo el pan con el hambriento «brota la luz como la aurora» en la noche de las personas (cf. Is 58, 7-8).
Acredita al Evangelio y a la Iglesia, que desea anunciarlo fielmente, la conducta humilde y consecuente, sobria y leal, sin apariencias huecas ni aspiraciones al poder de este mundo; cercana a las personas frágiles e indigentes, pidiendo todos los días la misericordia de Dios y ejercitándola con los humillados y excluidos. La sintonía entre la palabra y la vida, la búsqueda sacrificada de la verdad y la renuncia a influencias extrañas para la eficacia misionera son, con razón, muy apreciadas por los jóvenes, como han mostrado sus respuestas al cuestionario para el Sínodo.
El parecer de los jóvenes que han tenido la oportunidad de manifestar en la respuesta al cuestionario o en otros encuentros y comunicaciones tiende a la «singularis antistitum et fidelium conspiratio» («singular unión de espíritu entre obispos y fieles», Dei Verbum, n. 10; cf. Lumen gentium, n. 7). La opinión de los jóvenes es bienvenida, agradecida y sopesada. Es una aportación respetada y tenida en cuenta en el discernimiento. A veces hay intuiciones valiosas entre palabras balbuceantes. La consulta que precede a las Asambleas Sinodales no es solo «captatio benevolentiae» en el marco de una cultura que aspira a ser muy participativa. Dentro de la comunión eclesial la escucha recíproca ayuda a la maduración de los temas, activa la participación en el itinerario sinodal y facilita la recepción de las decisiones.
El interesante documento elaborado por el grupo de más de 300 jóvenes, que han participado en la “Reunión presinodal”, tenida recientemente en Roma del 19 al 25 de marzo, será tenido en cuenta en la elaboración del Instrumentum laboris para la Asamblea del Sínodo de los Obispos que se celebrará el mes de octubre. De España participaron los jóvenes Javier Medina (Valencia) y Cristina Cons (Santiago de Compostela).
- c) Vocación y vocaciones
En el enunciado del tema de la Asamblea del Sínodo de los Obispos, «Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional», se contiene una referencia a la vocación. En esa franja de edad se descubre, madura y decide personalmente la vocación de la vida. Acertar en la elección es fundamental para el futuro; por ello, uno de los mejores servicios que se puede prestar a los adolescentes y jóvenes es acompañarlos en la orientación de la vida y el discernimiento vocacional.
Toda persona puede recibir de Dios diversas vocaciones. La primera vocación es la llamada a la existencia y la última será la llamada en el «atardecer de la vida» para responder en el juicio de Dios, siempre compasivo y bueno, del cumplimiento de nuestra misión (cf. Mt 20, 1-16; 25, 14ss). Todas las cosas responden al «fiat» del Creador saliendo de la nada y existiendo: Dios «envía la luz y le obedece, la llama y acude temblorosa; a los astros que velan gozosos arriba en sus puestos de guardia, los llama y responden: presentes, y brillan gozosos para su Creador» (Bar 3, 33-35). Hemos sido llamados a la vida como personas libres, con la capacidad para proyectar el futuro; lo elegimos y lo construimos con responsabilidad personal. Comprender y vivir la existencia como misión está en sintonía con la dignidad humana.
Todo cristiano ha sido llamado por la fe y el bautismo, dentro de la «Ecclesia» que es la «Elegida» (cf. 2 Jn 1), a «andar como pide la vocación a la que habéis sido convocados» (Ef 4, 1). Por la iniciación cristiana participamos de la dignidad de cristianos que es la vocación compartida con todos los hermanos en el Señor. Por esto, estamos llamados a ser «testigos de la fe en la Iglesia y en el mundo» (Prefacio de la Confirmación).
En esta fraternidad cristiana hay diferentes vocaciones: al matrimonio cristiano, al ministerio pastoral, a la vida consagrada, a la participación como laicos en responsabilidades peculiares en la misión de la Iglesia. Todas las vocaciones son gracia y regalo de Dios, servicio (y no servidumbre) de los demás (cf. 1 Pe 4, 10-12). «Existe una auténtica igualdad entre todos en cuanto a la dignidad y la acción común a todos los fieles en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo» (Lumen gentium, n. 32). Todo hermano con su vocación es un don de Dios que acogemos con agradecimiento. Ser varón y ser mujer pertenece a la buena y rica creación de Dios; por esto, la paternidad y la maternidad han recibido del Creador una bendición con el encargo de transmitir la vida (cf. Gén 1, 28). Que las diferencias legítimas no degeneren en desigualdades. Somos iguales en dignidad y esta igualdad debe traducirse en la vida social. Nadie estamos tallados a la medida de otro, sino a imagen y semejanza de Dios.
La idéntica dignidad humana y la fe compartida están en la base de las diversas vocaciones. Como cada persona tiene su personalidad original, dentro de un carisma o estado de vida o ministerio, cada uno recibe de Dios una vocación irrepetible. Estamos llamados a responder existencialmente a las llamadas que el Señor nos dirige, confiándonos un encargo concreto. La iniciación cristiana reclama la continuidad, la permanente personalización de la fe y la participación en la comunidad cristiana. Deseamos que todos los jóvenes tengan la oportunidad de descubrir y desarrollar la vocación a la que el Señor los llama.
La fe significa apoyar la existencia en Dios. Sin la fe no podemos subsistir (cf. Is 7, 9). El Concilio de Trento utiliza tres palabras para explicar el alcance salvífico de la fe: «La fe es el comienzo, el fundamento y la raíz de la justificación» (H. Denzinger-P. Hünermann 1532). Prolongando esta aserción, recuerdan los materiales preparatorios del Sínodo próximo que la fe es base de las vocaciones y del discernimiento vocacional. La fe está en la raíz de toda vocación específica; se comprende entonces que se descubra la propia vocación en el dinamismo de la vitalidad creyente y, al revés, si la iniciación cristiana es débil repercutirá negativamente en todas las vocaciones. El ambiente religioso y sociocultural puede ser más o menos propicio a la escucha y afianzamiento vocacional, pero la fe en Dios y la iniciación cristiana están en la base del proceso vocacional. Diariamente percibimos con creciente claridad cómo todas las vocaciones específicas suponen la vocación cristiana; sin la fe personal y personalizada, sin la fe vivida en la comunidad, corre peligro el cristiano de que el viento apague la llama de la fe. La matriz de las vocaciones es la comunidad, ya que en ella germinan, crecen y tienden a fortalecer su vida y misión. En la actualidad no basta el ambiente religioso-cultural para que acontezca la transmisión vital de la fe. Recibir, compartir, mantener y transmitir el Evangelio son acciones vitalmente unidas para que acontezca la Tradición viviente de la Iglesia (cf. 1 Cor 15, 1-5).
La evangelización no es proselitismo, sino anuncio «de la alegría del Evangelio que llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús» (Evangelii gaudium, n. 1). Los cristianos no debemos ser proselitistas que «recorren mar y tierra» en busca de adeptos (cf. Mt 23, 15); tampoco somos en la pastoral vocacional reclutadores de personal para nuestras obras. El Señor llama porque quiere y nos lleva en el corazón. Cada persona, en el diálogo con Jesús, el único competente para invitar, verá adonde es llamado. La vocación nace del amor del Señor y se responde por amor.
En nuestra Plenaria elegiremos a los obispos que nos representarán como padres sinodales en la Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos que sobre «Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional» se celebrará del 3 al 28 de octubre de 2018 en Roma.
2.- Vocaciones sacerdotales y seminarios
Desde hace mucho tiempo venimos padeciendo una penuria seria de vocaciones para el ministerio presbiteral. Si hace varios decenios la abundancia era extraordinaria, actualmente la escasez es también extraordinaria. Aquella abundancia impulsó a la construcción de muchos seminarios, que poco tiempo más tarde no fueron necesarios. La floración vocacional no aconteció como por generación espontánea. Hubo una larga preparación histórica por obra de personas, nuevas fundaciones religiosas y otras iniciativas, con el acento particular en la oración por los sacerdotes. El ambiente sacerdotal tan propicio fue al mismo tiempo efecto y causa de importantes manifestaciones, como congresos, semanas de espiritualidad sacerdotal, publicaciones. El punto principal de referencia era san Juan de Ávila, entonces beato y patrono del clero (J. Esquerda Bifet). Antes y ahora diversos factores religiosos y socioculturales han influido en aquella abundancia y en la presente penuria; esta situación ya prolongada nos interroga sobre una debilidad de fondo.
Por otra parte, debemos afirmar al mismo tiempo que el trabajo pastoral por las vocaciones sacerdotales es en general más intenso que en otros tiempos en que había un ambiente propicio constituido por las familias, las parroquias y las escuelas en que las vocaciones surgían fácilmente. El panorama actual generalizado es fuente de inquietudes y de sufrimiento para todos nosotros.
Las consecuencias de esta carestía larga y dura están a la vista: descenso del número de presbíteros y media de edad cada vez más alta. Nos puede acechar la tentación de cubrir la falta de vocaciones con soluciones improvisadas y atajos arriesgados; el marco de preparación para el ministerio es, en ocasiones, insatisfactorio, ya que el número de seminaristas es muy reducido, y pocos los formadores y profesores dedicados generosamente a este servicio precioso.
Aunque buscamos la salida a esta situación personalmente o en grupos de obispos con los colaboradores es necesario que compartamos como Conferencia Episcopal las inquietudes y temores, las experiencias y esperanzas sobre esta realidad fundamental para la vida y la misión de la Iglesia. Nos ofrece una oportunidad la publicación de la Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis, con el encargo contenido en la misma de elaborar una Ratio nueva para los seminarios de nuestras diócesis. La Comisión Episcopal de Seminarios y Universidades nos guiará en este trabajo pendiente.
A lo largo del tiempo transcurrido hemos intentado reiteradamente descubrir las causas y las circunstancias de la crisis actual. La palabra crisis significa aquí una mutación grande que exige un discernimiento profundo. Procede de una encrucijada nueva que pone en cuestión el curso habitual. Exige un examen del pasado y es una oportunidad para adoptar las decisiones convenientes, que por aproximaciones y tanteos vamos encontrando. En un tiempo pensamos que la crisis de seminarios podía proceder de la crisis de sacerdotes, ya que nos vimos inmersos en perplejidades sobre el sentido del ministerio que condujeron junto con otras causas a numerosas secularizaciones. Durante algún tiempo las tareas más urgentes ocuparon nuestra atención, esperando que la situación fuera coyuntural y se enderezaría pronto. Posteriormente hemos pensado que quizá más que crisis de vocaciones podría tratarse de una crisis de “convocantes”. ¿Crisis de vocaciones al ministerio presbiteral, a la vida consagrada, al matrimonio cristiano, o, más bien, crisis de iniciación cristiana? ¿No queda el alcance de la iniciación cristiana muy debilitado por la insuficiente continuidad? Sin la maduración de lo iniciado y sin la vida cristiana en grupo y comunidad es muy improbable resistir al enfriamiento cristiano del ambiente y a la secularización que, como una marea, sube afectando a las familias, a la educación y a la solidez de los valores morales. ¿Cómo podemos en este contexto fomentar una «cultura vocacional» como tierra nutricia de las diversas vocaciones, que realizan y prolongan la vocación bautismal? Estamos convencidos, tanto teológica como pastoralmente, de que la vocación cristiana es el fundamento de las diversas vocaciones específicas de la Iglesia.
La causa de las vocaciones sacerdotales concierne a toda la Iglesia presidida por los obispos. «Toda la comunidad cristiana tiene el deber de fomentar las vocaciones y debe procurarlo ante todo con una vida plenamente cristiana. La mayor ayuda en este sentido la prestan, por un lado, aquellas familias que, animadas por el espíritu de fe, caridad y piedad, son como un primer seminario y, por otro, las parroquias, de cuya fecundidad de vida participan los mismos adolescentes. Los maestros y cuantos de una manera u otra se ocupan de la formación de los niños y de los jóvenes, principalmente las asociaciones católicas, procuren educar a los adolescentes a ellos confiados de tal modo que puedan descubrir y seguir gustosos la llamada de Dios. Demuestren todos los sacerdotes el celo apostólico sobre todo en el fomento de las vocaciones y, con su propia vida humilde y laboriosa, llevada con alegría, y con la caridad sacerdotal mutua y la colaboración fraterna en el trabajo, atraigan el ánimo de los adolescentes al sacerdocio» (Optatam totius, n. 2; cf. Presbyterorum ordinis, n. 11). Es primordial la oración insistente al Señor de la mies para que envíe trabajadores a su campo (cf. Mt 9, 37-38), ya que nosotros no tenemos la capacidad de tocar el corazón de las personas para suscitar la llamada de Dios al ministerio presbiteral.
En esta situación precaria vamos cubriendo las acciones ministeriales básicas con iniciativas diversas, según se trate de ciudades, de grandes núcleos urbanos o de zonas rurales con frecuencia despobladas y envejecidas.
En ocasiones se han creado «unidades pastorales» o «equipos ministeriales»; se ha intensificado el trabajo parroquial de los sacerdotes religiosos; también se ha buscado la colaboración de sacerdotes procedentes de otros países; a los laicos se les confían tareas especiales. Pero no podemos resignarnos a la administración de la escasez. Nuestra cuestión mil veces planteada es la siguiente: ¿cómo invitar con respeto, cómo alentar la decisión, cómo discernir la vocación, cómo crear las condiciones para que sea escuchada la llamada de Dios? El ministerio episcopal nos urge a buscar, todos unidos en el Señor y con creatividad pastoral, respuestas a esta necesidad básica que repercute decisivamente en la vida de la Iglesia.
Debemos decirlo con claridad: la Iglesia en España necesita vocaciones para el ministerio sacerdotal; y al hacernos eco de esta indigencia básica, no debemos olvidar, movidos por la solicitud católica, la colaboración con otras diócesis y la participación en la «missio ad gentes». El Señor envió a sus apóstoles hasta los confines del mundo. Todos podemos compartir la serenidad que nos otorga la promesa del Señor de que estará con nosotros todos los días hasta el final de los tiempos, y, por tanto, también en la presente situación histórica (cf. Mt 28, 19-20).
Los sacerdotes estamos llamados a animar cada día la caridad pastoral y a renovar las diferentes dimensiones de la formación permanente. ¡Que quienes en la ordenación sacramental hemos recibido un «amoris officium» con la gracia del Señor entreguemos la vida sin reservas! ¡Que el servicio apostólico sea acicate de una formación continua para que podamos cumplir la misión confiada, en medio de un mundo que está entrando en una nueva etapa de su historia! Sin el amor que nos une al Buen Pastor y sin la formación, que es “conformación” con Jesucristo, no responderíamos adecuadamente al Señor que se ha fiado de nosotros (cf. 1 Tim 1, 12) y de quien nos hemos fiado (cf. 2 Tim 1, 12). Debemos unir vitalmente la condición de discípulos que se sientan diariamente en la escuela de Jesús, el único Maestro (Mt 23, 8-10), con la condición de misioneros dispuestos a salir en fraternidad, “«de dos en dos”» (cf. Lc 10, 1) hasta las “periferias” del mundo y de la sociedad, de los pobres y excluidos, de los que no conocen a Dios, de quienes buscan y no encuentran, de cuantos van por el camino de la vida con aire entristecido, como los discípulos de Emaús (Lc 24, 17).
3.- Conferencias Episcopales: presente y futuro
Hace dos años celebramos los cincuenta de la constitución de nuestra Conferencia episcopal. En este marco organizaron la Conferencia Episcopal y la Fundación Pablo VI un Simposio sobre Pablo VI y la renovación conciliar en España. Pronunció el discurso inaugural el secretario de Estado cardenal P. Parolin en la sede de la Conferencia. Nos alegramos de que sea canonizado Pablo VI en el mes de octubre. Fue una oportunidad para recordar los orígenes de la Conferencia, agradecer los servicios que nos ha prestado y para revisar de cara al futuro su funcionamiento. Con esta finalidad fue creada una comisión de obispos que nos informará en la presente Asamblea Plenaria. En los niveles doctrinal, organizativo y de acción, planteó su trabajo y solicitó nuestra colaboración. La reforma de la Curia Romana repercutirá en la organización de nuestra Conferencia, y a su vez la Conferencia en nuestras diócesis.
Ahora quiero detenerme brevemente en el sentido de las mismas conferencias episcopales. El papa Francisco desde el comienzo de su ministerio papal viene indicando la conveniencia de explicitar con mayor amplitud el estatuto de las conferencias episcopales. En Evangelii gaudium, que es al mismo tiempo exhortación postsinodal después de la Asamblea del Sínodo de los Obispos del año 2012 dedicada a La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana, y exhortación programática de su pontificado, manifestó claramente su intención. En el contexto de la incesante renovación de la Iglesia y la llamada a una conversión pastoral de sus estructuras escribió: «el Concilio Vaticano expresó que, de modo análogo a las antiguas Iglesias patriarcales, las conferencias episcopales pueden “desarrollar una obra múltiple y fecunda, a fin de que el afecto colegial tenga una aplicación concreta” (Lumen gentium, n. 23). Pero este deseo no se realizó plenamente, por cuanto todavía no se ha explicitado suficientemente el estatuto de las conferencias episcopales que las conciba como sujetos de atribuciones concretas, incluyendo también alguna auténtica autoridad doctrinal (cf. Apostolos suos, n. 22). Una excesiva centralización, más que ayudar, complica la vida de la Iglesia y su dinámica misionera» (n. 32).
En varios momentos posteriores al decreto Christus Dominus, nn. 37-38, han sido consideradas de nuevo las conferencias episcopales. El Código de Derecho Canónico de 1983 (cc. 447-459) las describe y regula. El Sínodo extraordinario de los Obispos de 1985 convocado para conmemorar, celebrar, hacer un balance de su recepción y promover la ingente obra del Vaticano II, afirmó que «la eclesiología de comunión es una idea central y fundamental del Concilio», que «ofrece el fundamento sacramental de la colegialidad», que «la acción colegial implica la actividad de todo el colegio juntamente con su cabeza» y que «entre las realizaciones parciales de la colegialidad están el Sínodo de los Obispos y las conferencias episcopales». El año 1998 fue publicada la carta apostólica Apostolos suos sobre la naturaleza teológica y jurídica de las conferencias episcopales. Su historia y actuación ha sido muy útil, incluso necesaria, para el trabajo pastoral de la Iglesia. Pensemos en el servicio eficaz que nuestra Conferencia ha prestado a obispos y diócesis en los ya más de cincuenta años.
Con la intención del papa Francisco, ya en vías de realización, comenzamos un nuevo capítulo de esta historia fecunda. En este sentido es de gran interés su Discurso, en la conmemoración del 50 aniversario de la institución del Sínodo de los Obispos, a los participantes en la Asamblea sinodal, el día 17 de octubre de 2015. En esta solemne ocasión el papa afirmó que «el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio». «La sinodalidad, como dimensión constitutiva de la Iglesia, nos proporciona el marco interpretativo más adecuado para la comprensión del propio ministerio jerárquico». Después de indicar brevemente los momentos del proceso sinodal, que etimológicamente significa caminar juntos laicos, pastores y obispo de Roma, a saber, la escucha de la Palabra de Dios, el discernimiento y la actuación, señala los niveles del ejercicio de la sinodalidad (D. Vitali). Cuando el papa dijo públicamente que «percibía la necesidad de avanzar en una saludable descentralización», los oyentes respondieron al unísono con un sonoro aplauso. Fue una comunicación recibida con agradecimiento y esperanza.
El importante discurso indica tres niveles de la realización de la sinodalidad. «El primer nivel de ejercicio de la sinodalidad se lleva a cabo en la Iglesias particulares». Los organismos de sinodalidad en la diócesis necesitan estar en comunicación con los fieles, deben sacudir todo signo de cansancio y «deben ser valorizados como ocasión de escucha y de compartición».
«El segundo nivel es el de las provincias y las regiones eclesiásticas, el de los concilios particulares y, de especial manera, el de las conferencias episcopales». A su modo de ver, «el deseo del Concilio de que dichos organismos puedan contribuir a acrecentar el espíritu de la colegialidad episcopal no se ha realizado aún plenamente. Nos hallamos a medio camino».
El tercero y «último nivel es el de la Iglesia universal. Aquí el Sínodo de los Obispos, al representar al episcopado católico, se convierte en expresión de la colegialidad episcopal en el seno de una Iglesia toda ella sinodal». «Tengo la convicción, prosigue el papa, de que, en una Iglesia sinodal, también el ejercicio del primado petrino podrá recibir una mayor luz. El papa no está, por sí mismo, por encima de la Iglesia, sino dentro de ella como bautizado entre los bautizados, y, en el seno del Colegio Episcopal, como obispo entre los obispos, llamado al mismo tiempo –como sucesor del apóstol Pedro–, a guiar a la Iglesia de Roma, que preside en el amor a todas la Iglesias (San Ignacio de Antioquía)».
En la reunión, tenida el día 23 de febrero, del papa con el Consejo de los Cardenales (C9), que le ayudan en la reforma de la Curia Romana y en el gobierno de la Iglesia universal, trataron sobre el estatuto teológico de las conferencias episcopales, como informó el director de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, Greg Burke, en un espíritu de sana descentralización de la Iglesia.
Este es el horizonte de renovación que el papa despliega delante de nosotros. Dentro de él, nuestra Conferencia Episcopal camina sinodalmente. En la profundización de la comprensión y alcance de las conferencias nos podrá ayudar eficazmente el documento inminente de la Comisión Teológica Internacional: La sinodalidad en la vida y la misión de la Iglesia.
Ponemos los trabajos de esta Asamblea Plenaria de nuestra Conferencia en manos de santa María, Madre de la Iglesia, cuya memoria litúrgica celebraremos por primera vez el lunes de Pentecostés. A ella nos encomendamos con amor filial.
Agradezco a todos su presencia y escucha.