Jesús vio una multitud y se compadeció de ella… (Mc 6,34)
Dadles vosotros de comer…(Mc 6,37)
Queridos hermanos y hermanas
Quisiera saludaros al inicio de un nuevo curso, que el Señor nos ofrece para seguir “gastándonos y desgastándonos” por el Evangelio (cfr 2 Cor 12,15) llevando la esperanza de Jesucristo a nuestro mundo.
Con mi saludo, deseo compartir con vosotros y vosotras algunas reflexiones sobre la situación que más preocupa a nuestra sociedad y que está afectando ya a un número dramático de personas y familias: la crisis económica y social. Una situación que nos afecta como ciudadanos y de modo particular como hombres y mujeres seguidores de Jesucristo, pobre y amante de los pobres, que ha proclamado la igualdad y la fraternidad entre todos los hombres. A este Jesús hemos prometido imitarle con una vida pobre y una entrega gratuita para servir a sus predilectos.
Es justo reconocer que a niveles institucionales y personales, la Vida Religiosa está respondiendo con gran generosidad, de mil maneras diversas, a tantas urgencias y tantas tragedias, cuyas lágrimas y angustias conocemos bien, cuyos nombres y apellidos son para nosotros rostros concretos, más allá de una solicitud burocrática de ayuda.
Comprendemos bien que llamados a ser testigos de Jesucristo en esta Iglesia y esta sociedad, no podemos permanecer insensibles ante una sociedad que egoístamente ha desplazado a los márgenes a aquellos que para Jesús son el centro. “Hoy Dios nos sigue pidiendo que seamos guardianes de nuestros hermanos…” (Benedicto XVI, Cuaresma 2012), y que preguntemos con inquietud y libertad evangélica a los responsables de la toma de decisiones si se están repartiendo justamente las cargas, si se busca con eficacia y creatividad poner realmente todos los recursos posibles para remediar lo que ya son necesidades primarias como el comer y la salud; si la honradez, la integridad y la verdad presiden siempre las actuaciones de los políticos. (Intención del Papa para el mes de septiembre del Apostolado de la Oración).
Como cristianos y religiosos, no podemos ser ajenos al compromiso con la justicia que nace de la fe en Jesucristo; no acoger a los que más sufren los efectos económicos y morales de la crisis: las familias. La caridad nos debe llevar a denunciar las injusticias en el reparto de sus consecuencias; a ser palabra de los obligados de mil maneras a callar; a proteger a los que hemos dejado “sin papeles” arrebatándoles su dignidad de personas, de hijos de Dios; a ser consuelo para los que viven en el abandono y la soledad, y esperanza para los jóvenes desilusionados y frustrados de tantas vanas promesas sociales y políticas.
Tal vez nos podría ayudar reflexionar en los equipos de trabajo pastoral y en las comunidades sobre estas dos cuestiones: la compasión humana hacia la persona que ayudamos y sobre nuestra pobreza religiosa.
Efectivamente, nuestra acción caritativa y social no respondería a la dimensión evangélica si no integrara una cercanía compasiva a las personas, si no nos interesara y compartiéramos sus sentimientos, su vida. Jesús cautiva a la muchedumbre porque tiene un corazón compasivo, porque se le conmueve las entrañas ante el dolor y el sufrimiento humanos. La situación de crisis debería ser leída por nosotros como “un signo de los tiempos”, una palabra de Dios, una llamada a la reflexión orante respecto a nuestra pobreza religiosa. No vivimos con largueza pero sí lejos de las carencias de muchos. Que no solo ayudemos con la presencia, sino también compartiendo nuestro poco, nuestros cinco panes y nuestros pocos peces. Aquel joven del evangelio no sabía que Jesús los multiplicaría, sólo supo poner a disposición de los demás lo que tenía. En nosotros no cabe hablar de “recortar” tantos por cientos, sino de una voluntad decidida y eficaz de solidaridad evangélica que nos lleve a compartir lo que se tiene, llegando en ocasiones a hacerlo incluso de lo necesario. No lo dudemos el Señor sabrá multiplicarlo.
Todos necesitamos convertir el corazón. Y es que la injusticia hunde sus raíces en un problema que es espiritual. Por eso su solución requiere una conversión espiritual del corazón de cada uno y una conversión cultural de la sociedad, de tal manera que prevalezca la voluntad de cambiar las estructuras de pecado que afligen a nuestro mundo.