“Alegres en la esperanza” (cf. Rm 12,12)
Queridos jóvenes:
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El pasado mes de agosto estuve con cientos de miles de vuestros coetáneos, procedentes de todo el mundo y reunidos en Lisboa para la Jornada Mundial de la Juventud. Durante la pandemia, en medio de tantas incertidumbres, abrigábamos la esperanza de que esta gran celebración del encuentro con Cristo y con otros jóvenes pudiera llevarse a cabo. Esa esperanza se hizo realidad y para muchos de los allí presentes ―entre los que me incluyo―, sobrepasó todas las expectativas. ¡Qué hermoso fue nuestro encuentro en Lisboa! Una verdadera experiencia de transfiguración, una explosión de luz y alegría.
Al final de la Misa de clausura en el “Campo de Gracia”, les indiqué la próxima etapa de nuestra peregrinación intercontinental: Seúl, Corea, en 2027. Pero antes de ello, les di una cita en Roma, para el Jubileo de los jóvenes, en 2025, donde también ustedes serán “peregrinos de la esperanza”.
Ustedes, jóvenes, son realmente la esperanza gozosa de una Iglesia y de una humanidad siempre en movimiento. Quisiera tomarlos de la mano y recorrer con ustedes el camino de la esperanza. Quisiera hablar con ustedes de nuestros gozos y esperanzas, pero también de las tristezas y angustias de nuestro corazón y de la humanidad que sufre (cf. Const. past. Gaudium et spes, 1). En estos dos años de preparación al Jubileo, meditaremos primero sobre la expresión paulina “Alegres en la esperanza” (cf. Rm 12,12) y, luego, profundizaremos la del profeta Isaías “Los que esperan en el Señor caminan sin cansarse” (cf. Is 40,31).
¿De dónde viene esta alegría?
“Alegres en la esperanza” (cf. Rm 12,12) es una exhortación de san Pablo a la comunidad de Roma, que se encuentra en un período de dura persecución. En realidad, la “alegría en la esperanza” predicada por el Apóstol brota del misterio pascual de Cristo, de la fuerza de su resurrección. No es fruto del esfuerzo humano, del ingenio o del arte. Es la alegría que nace del encuentro con Cristo. La alegría cristiana viene de Dios mismo, del sabernos amados por Él.
Benedicto XVI, reflexionando sobre su experiencia en la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid en 2011, se preguntaba: «la alegría, ¿de dónde viene? ¿Cómo se explica? Seguramente hay muchos factores que intervienen a la vez. Pero […] lo decisivo es la certeza que viene de la fe: yo soy amado. Tengo un cometido en la historia. Soy aceptado, soy querido». Y precisó: «A fin de cuentas, tenemos necesidad de una acogida incondicionada. Sólo si Dios me acoge, y estoy seguro de ello, sabré definitivamente: “Es bueno que yo exista” […] Es bueno existir como persona humana, incluso en tiempos difíciles. La fe alegra desde dentro» (Discurso a la Curia Romana, 22 diciembre 2011).
¿Dónde está mi esperanza?
La juventud es un tiempo lleno de esperanzas y sueños, alimentado por las hermosas realidades que enriquecen nuestras vidas: el esplendor de la creación, las relaciones con nuestros seres queridos y los amigos, las experiencias artísticas y culturales, los conocimientos científicos y técnicos, las iniciativas que promueven la paz, la justicia y la fraternidad, y así sucesivamente. Sin embargo, vivimos en una época en la que, para muchos, incluidos los jóvenes, la esperanza parece ser la gran ausente. Muchos de vuestros coetáneos que, lamentablemente, viven experiencias de guerra, violencia, acoso escolar y otros tipos de dificultades se ven afligidos por la desesperación, el miedo y la depresión. Se sienten como encerrados en una prisión oscura, incapaces de ver los rayos del sol. Esto queda dramáticamente demostrado por el alto número de suicidios entre los jóvenes en varios países. En un contexto así, ¿cómo se puede experimentar la alegría y la esperanza de las que habla san Pablo? Más bien se corre el riesgo de que se apodere de uno la desesperación, el pensamiento de que es inútil hacer el bien, porque no sería apreciado ni reconocido por nadie, como leemos en el libro de Job: «¿Dónde está entonces mi esperanza? Y mi felicidad, ¿quién la verá?» (Jb 17,15).
Frente a los dramas de la humanidad, sobre todo ante el sufrimiento de los inocentes, también nosotros, como rezamos en algunos salmos, le preguntamos al Señor: “¿Por qué?”. Pues bien, nosotros podemos ser parte de la respuesta de Dios. Creados por Él a su imagen y semejanza, podemos ser expresión de su amor, que hace nacer la alegría y la esperanza, incluso allí donde parece imposible. Me viene a la mente el protagonista de la película “La vida es bella”, un joven padre que, con delicadeza e imaginación, consigue convertir la dura realidad en una especie de aventura y de juego, dando así a su hijo “ojos de esperanza”, protegiéndolo de los horrores del campo de concentración, defendiendo su inocencia e impidiendo que la maldad humana le robe el futuro. Pero no se trata de historias inventadas. Es lo que vemos en la vida de tantos santos, que han sido testigos de esperanza incluso en medio de la más cruel perversidad humana. Pensemos en san Maximiliano María Kolbe, en santa Josefina Bakhita, o en los beatos cónyuges Józef y Wiktoria Ulma con sus siete hijos.
La posibilidad de encender una esperanza en el corazón de los hombres, a partir del testimonio cristiano, fue magistralmente puesta de relieve por san Pablo VI cuando nos recordaba: «Un cristiano o un grupo de cristianos que, dentro de la comunidad humana donde viven […], irradian de manera sencilla y espontánea su fe en los valores que van más allá de los valores corrientes, y su esperanza en algo que no se ve ni osarían soñar» (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 21).
La “pequeña” esperanza
El poeta francés Charles Péguy, al comienzo de su poema sobre la esperanza, habla de las tres virtudes teologales ―fe, esperanza y caridad― como tres hermanas que caminan juntas:
«La pequeña esperanza avanza entre sus dos hermanas mayores y no se la toma en cuenta.
[…]
Ella, esa pequeña, arrastra todo.
Porque la Fe no ve sino lo que es.
Y ella ve lo que será.
La Caridad no ama sino lo que es.
Y ella ama lo que será.
[…]
Y en realidad es ella la que hace andar a las otras dos.
Y las arrastra.
Y hace andar a todo el mundo».
(El pórtico del misterio de la segunda virtud, Madrid 1991, 21-23).
También yo estoy convencido de este carácter humilde, “menor”, pero fundamental de la esperanza. Pensemos: ¿cómo podríamos vivir sin esperanza? ¿Cómo serían nuestros días? La esperanza es la sal de la cotidianidad.
La esperanza, luz que brilla en la noche
En la tradición cristiana del Triduo pascual, el Sábado Santo es el día de la esperanza. Entre el Viernes Santo y el Domingo de Resurrección, es como un punto intermedio entre la desesperación de los discípulos y su alegría pascual. Es el lugar donde nace la esperanza. Ese día, la Iglesia conmemora en silencio el descenso de Cristo a los infiernos. Lo podemos ver representado de forma pictórica en muchos iconos, que nos muestran a Cristo resplandeciente de luz bajando a las tinieblas más profundas y atravesándolas. Y es así: Dios no se queda a mirar con compasión nuestras zonas de muerte o a llamarnos desde lejos, sino que entra en nuestras experiencias de infierno como una luz que brilla en las tinieblas y las vence (cf. Jn 1,5). Lo expresa bien un poema en lengua xhosa sudafricana: “Aunque ya no haya esperanzas, con esta poesía despierto la esperanza. Mi esperanza se despierta porque espero en el Señor. ¡Espero que nos unamos! Manténganse fuertes en la esperanza, porque la victoria está cerca”.
Si lo pensamos bien, esta era la esperanza de la Virgen María, que se mantuvo fuerte junto a la cruz de Jesús, segura de que la “victoria” estaba cerca. María es la mujer de la esperanza, la Madre de la esperanza. En el Calvario, «esperando contra toda esperanza» (Rm 4,18), no dejó que se desvaneciera en su corazón la certeza de la Resurrección anunciada por su Hijo. Fue Ella quien llenó el silencio del Sábado Santo con una espera amorosa y llena de esperanza, infundiendo en los discípulos la convicción de que Jesús vencería a la muerte y que el mal no tendría la última palabra.
La esperanza cristiana no es un fácil optimismo, ni un placebo para incautos. Es la certeza, arraigada en el amor y la fe, de que Dios no nos deja nunca solos y mantiene su promesa: «Aunque cruce por oscuras quebradas, no temeré ningún mal, porque tú estás conmigo» (Sal 23,4). La esperanza cristiana no es negación del dolor y de la muerte, sino celebración del amor de Cristo Resucitado que está siempre con nosotros, aun cuando nos parezca lejano. «Cristo mismo es para nosotros la gran luz de esperanza y de guía en nuestra noche, porque Él es “la estrella radiante de la mañana” (Ap 22,16)» (Exhort. ap. Christus vivit, 33).
Alimentar la esperanza
Cuando la chispa de la esperanza se ha encendido en nosotros, a veces corremos el riesgo de que se apague por las preocupaciones, los miedos y las cargas de la vida cotidiana. Pero una chispa necesita aire para seguir brillando y resurgir en un gran fuego de esperanza. Es la brisa suave del Espíritu Santo la que alimenta la esperanza; pero también nosotros podemos ayudar a alimentarla de varias maneras.
La esperanza se alimenta con la oración. Rezando se custodia y se renueva la esperanza. Rezando mantenemos encendida la chispa de la esperanza. «La oración es la primera fuerza de la esperanza. Tú rezas y la esperanza crece, avanza» (Catequesis, 20 mayo 2020). Rezar es como subir a gran altitud; cuando estamos en el suelo, muchas veces no podemos ver el sol porque el cielo está cubierto de nubes. Pero si nos elevamos por encima de las nubes, la luz y el calor del sol nos envuelven; y en esta experiencia encontramos la certeza de que el sol está siempre presente, aun cuando todo se vea gris.
Queridos jóvenes, cuando las espesas nieblas del miedo, la duda y la opresión los rodeen, y no logren ver el sol, sigan el sendero de la oración. Porque «cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha» (Benedicto XVI, Carta enc. Spe salvi, 32). Ante las angustias que nos asaltan, tomémonos cada día un tiempo para descansar en Dios: «Sólo en Dios descansa mi alma, de él me viene la esperanza» (Sal 62,6).
La esperanza se alimenta con nuestras elecciones diarias. La invitación a alegrarse en la esperanza, que san Pablo dirige a los cristianos de Roma (cf. Rm 12,12), exige hacer elecciones muy concretas en la vida de cada día. Por eso, los exhorto a elegir un estilo de vida cimentado en la esperanza. Les pongo un ejemplo: en las redes sociales parece más fácil compartir malas noticias que noticias esperanzadoras. Por lo tanto, les hago una propuesta concreta: traten de compartir cada día una palabra de esperanza. Conviértanse en sembradores de esperanza en la vida de sus amigos y de todos aquellos que los rodean. En efecto, “la esperanza es humilde, y es una virtud que debe trabajarse ―digamos así― todos los días […]. Todos los días es necesario recordar que tenemos la garantía, que es el Espíritu que trabaja en nosotros por medio de cosas pequeñas” (cf. Meditaciones diarias, 29 octubre 2019).
Encender la antorcha de la esperanza
A veces, ustedes salen de noche con sus amigos y, si está oscuro, encienden la linterna del smartphone para alumbrar. En los grandes conciertos, miles de ustedes mueven estas luminarias modernas al ritmo de la música, creando una escena sugestiva. De noche, la luz permite ver las cosas de manera nueva; incluso en la oscuridad emerge una dimensión de belleza. Lo mismo sucede con la luz de la esperanza, que es Cristo. Por Él, por su resurrección, nuestra vida es iluminada. Con Él vemos todo bajo una nueva luz.
Se dice que cuando la gente se acercaba a san Juan Pablo II para hablarle de un problema, su primera pregunta era: “¿Cómo aparece a la luz de la fe?”. Una mirada iluminada por la esperanza también hace que las cosas se vean con una luz diferente. Los invito, pues, a tener esta mirada en vuestra vida diaria. Animado por la esperanza divina, el cristiano está lleno de una alegría distinta, que le sale de dentro. Hay y habrá siempre retos y dificultades, pero si tenemos una esperanza “llena de fe”, los afrontamos sabiendo que no tienen la última palabra, y nosotros mismos nos convertimos en una pequeña antorcha de esperanza para los demás.
Cada uno de ustedes puede serlo también, en la medida en que su fe se haga concreta, apegada a la realidad y a las historias de los hermanos y las hermanas. Pensemos en los discípulos de Jesús, que un día, en un monte elevado, lo vieron resplandecer con luz gloriosa. Si se hubieran quedado ahí arriba, habría sido un momento hermoso para ellos, pero los demás habrían sido excluidos. Era necesario que bajaran. No debemos huir del mundo, sino amar a nuestro tiempo, en el que Dios nos ha puesto no sin razón. Sólo podemos ser felices compartiendo con los hermanos y hermanas la gracia recibida, que el Señor nos regala día tras día.
Queridos jóvenes, no tengan miedo de compartir con todos la esperanza y la alegría de Cristo Resucitado. La chispa que se ha encendido en ustedes, cuídenla, pero al mismo tiempo dónenla: se darán cuenta de que crecerá. No podemos guardar la esperanza cristiana sólo para nosotros mismos, como un bonito sentimiento, porque está destinada a todos. Acérquense en particular a aquellos de sus amigos que aparentemente sonríen, pero que por dentro lloran, pobres de esperanza. No se dejen contagiar por la indiferencia y el individualismo. Permanezcan abiertos, como canales por los que la esperanza de Cristo pueda fluir y difundirse en los ambientes donde viven.
«Vive Cristo, esperanza nuestra, y Él es la más hermosa juventud de este mundo» (Exhort. ap. Christus vivit, 1). Así les escribí hace casi cinco años, después del Sínodo de los Jóvenes. Los invito a todos, especialmente a quienes están comprometidos en la pastoral juvenil, a tomar de nuevo en sus manos el Documento Final de 2018 y la Exhortación apostólica Christus vivit. Ha llegado el momento de hacer juntos un balance y trabajar con esperanza por la plena aplicación de aquel inolvidable Sínodo.
Encomendemos toda nuestra vida a María, Madre de la Esperanza. Ella nos enseña a llevar en nosotros a Jesús, nuestra alegría y esperanza, y a darlo a los demás. Buen camino, queridos jóvenes. Los bendigo y los acompaño con la oración. Y, por favor, ustedes también recen por mí.
Roma, San Juan de Letrán, 9 de noviembre de 2023, Fiesta de la Dedicación de la Basílica Lateranense.
FRANCISCO