Hoy, 8 de marzo, se celebra el Día Internacional de la Mujer, jornada que busca la equiparación de derechos, reclamando medidas tales como acabar con la brecha salarial, frenar la marginación o denunciar la violencia sexual. Lamentablemente, a estas reivindicaciones legítimas se han sumado otras demandas ideológicas que enmarañan una lucha que, a priori, es de sentido común cuando el feminismo se concibe tal y como lo recoge la Real Academia Española: “Principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre”. Entendida así, esta batalla compete a toda la sociedad. Especialmente a la Iglesia, donde el techo de cristal para las mujeres parece de hormigón.
Precisamente, el 8 de marzo es la fiesta de dos santos españoles que tienen a la mujer como epicentro de su acción apostólica. Por un lado, santa Bonifacia Rodríguez, fundadora de las Siervas de San José, que se desvivió por empoderar a la mujer trabajadora. Por otro, san Faustino Míguez, escolapio fundador de las calasancias, que apostó por el acceso de las niñas a la educación. Sí, un hombre trabajando por la dignidad de la mujer. Porque esta empresa, no es solo cosa de ellas, sino de todos.
El propio Francisco ha sido el primer Papa en denunciar, como tal, el patriarcado eclesial, en advertir de la diferencia entre el servicio de las consagradas con la servidumbre, pero también de alertar del peligro de que el feminismo caiga en un “machismo con faldas”.
Examen de conciencia
Urge que ellos, clérigos y laicos, hagan examen de conciencia sobre su mucha responsabilidad. Pero también las mujeres católicas deben abandonar la retaguardia para dar un paso al frente y liberarse del miedo a resultar subversivas por el mero hecho de reclamar su espacio. En no pocos casos, este retraimiento ha sido la excusa para el abuso de poder, de conciencia y sexual, que se ha puesto de manifiesto en las últimas semanas. Cada vez que una mujer decide alzar su voz o asumir un puesto en un ámbito que, hasta ese momento, le resultaba ajeno, abre caminos para las demás, incluidas aquellas cuya situación de vulnerabilidad y pobreza les impide manifestarse ningún día del año.
Por ellas, todos los artículos de este número de Vida Nueva están firmados por mujeres. De principio a fin. Sin oportunismos ni demagogias, este gesto solo quiere visibilizar, de manera simbólica, a todas las mujeres –periodistas, teólogas, religiosas, laicas…– que tienen mucho que aportar en la Iglesia pero no cuentan con las plataforma o la valentía para romper inercias.
Esta revista asumió este compromiso con las mujeres de Iglesia cuando, hace cuatro años, de la mano de Giovanni Maria Vian, asumía la edición en español de Donne Chiesa Mondo, el suplemento femenino de L’Osservatore Romano. Digirido por Lucetta Scaraffia, se ha convertido en plataforma de pensamiento propositiva y, como tal, presencia incómoda para los que consideran a la mujer un creyente de segunda. Por no hablar de quienes aún se llevan las manos a la cabeza por la existencia de una comisión sobre el diaconado o los que buscan reducir todo al ministerio ordenado, cuando el problema no es el sacerdocio, sino todo lo demás.
Recientemente, Donne Chiesa Mondo planteaba una batería de reformas –que no revoluciones– en aras de la igualdad que podrían implementarse mañana mismo, sin quebrantar Derecho Canónico ni dogma alguno, como su presencia en el Consejo de cardenales o en las congregaciones. Por no hablar de su voz y voto en un futurible sínodo de mujeres. Tampoco parece descabellado el acceso a puestos de liderazgo en las Iglesias locales, promover su participación teológica y pastoral y abordar una pastoral sensible al género. Todo esto exige invertir en formación, pero, sobre todo, en confianza.
Y mientras esto se mueve en el plano de las ideas, las mujeres de Iglesia continúan con su particular huelga a la japonesa, desde una entrega y fidelidad sin condiciones. Esperando a que los hombres de Iglesia las dejen firmar en igualdad. A todas.