El miércoles negro que padeció Algeciras el pasado 25 de enero se llevó por delante la vida del sacristán de la Iglesia de la Palma, Diego Valencia, y dejó tras de sí varios heridos, entre ellos el sacerdote salesiano Antonio Rodríguez Lucena. En apenas una hora, un joven marroquí sembró el terror con un machete al grito de ‘Alá es grande’, en un suceso que la Audiencia Nacional investiga ya como un ataque yihadista de corte salafista de alguien que se sometió a un proceso de ‘autoadoctrinamiento’.
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Se trata del primer atentado contra templos católicos en nuestro país. Al desconcierto inicial le siguió una condena sin fisuras de toda la comunidad creyente, tanto cristiana como musulmana, rechazando de forma taxativa cualquier mínima vinculación entre religión y terrorismo. Esta repulsa compartida no fue correspondida por la clase política. Con el ‘pistoletazo de partida’ de Vox que siguió el Partido Popular, se llegó a identificar islam y migración con terrorismo.
Afortunadamente, la ciudadanía ha respondido al asesinato y a las provocaciones aledañas con una madurez ejemplar, especialmente en la localidad gaditana, donde todo un pueblo se ha vestido de luto, se ha desmarcado de cualquier forma de extremismo y continúa después de lo sucedido retomando esa convivencia en paz de una sociedad que crece en diversidad cultural.
Nadie niega que, al igual que ocurrió con el anciano sacerdote francés Jacques Hamel, asesinado en 2016 en Normandía y ya camino de los altares, el sacristán Diego Valencia puede considerarse ‘mártir’ de su fe. Como él, murió a manos de alguien que se dejó cegar por un fanatismo injustificable que nada tiene que ver con la religión. Sin embargo, reconocer el derramamiento de sangre de uno y otro por odio a la fe, perdería todo su sentido si se usara como arma arrojadiza contra otro credo.
Trabajar por la integración
Tampoco se puede minimizar como si no hubiera pasado nada. Aunque no lograra apuñalar la concordia entre los vecinos de Algeciras, el execrable suceso invita a seguir trabajando con todas las herramientas que estén al alcance de las administraciones y de la propia Iglesia en favor de la integración del que llega de fuera. Y hacerlo educando al que viene y al que acoge desde una lucha real contra la pobreza, fomentando la regularización y una dignidad laboral que evite guetos marginales.
En paralelo, y al estilo de Francisco –desde Abu Dabi a Fratelli tutti– se ha de incidir en la necesidad de dar voz y legitimidad al islam moderado que denuncia cualquier extremismo. Porque el único antídoto para acabar con cualquier radicalismo y profanación del nombre de Dios pasa por redescubrir al otro como hermano y no como amenaza.