La imagen de decenas de familias de migrantes y refugiados a las puertas de la sede central de los servicios sociales de emergencia municipales de Madrid están conformando un nuevo rostro de pobreza severa en España, más propio de otros tiempos que del actual Estado del Bienestar.
Por primera vez en décadas, decenas de niños y sus padres vuelven a dormir a la intemperie en el invierno de las ciudades de nuestro país. Al drama personal, se une, además, el estigma social alimentado cada vez más desde un populismo político que criminaliza al extranjero que llega con las manos vacías, sin más anhelo que encontrar un presente y un futuro.
Ante esta tragedia oculta y la falta de reacción de las autoridades locales, autonómicas y estatales, la Archidiócesis de Madrid puso en marcha la Mesa por la Hospitalidad hace cuatro años. Entonces, el cardenal Carlos Osoro hizo un llamamiento a parroquias congregaciones religiosas, movimientos y familias para que ofrecieran instalaciones y pisos para coordinar el servicio a estas personas desplazadas forzosamente.
Vida Nueva ha comprobado la impagable labor de dos parroquias madrileñas que, literalmente, se han convertido en hospitales de campaña.
Sin embargo, esta entrega resulta insuficiente ante la gravedad del problema. Máxime, cuando solo seis de las más de 470 parroquias madrileñas forman parte de esta red de urgencia. Un dato que revela que la globalización de la indiferencia no es solo un signo de los tiempos de puertas para afuera.
Eso, sin desdeñar el encomiable esfuerzo que a buen seguro realizan sacerdotes, consagrados y laicos por los excluidos a través de las Cáritas parroquiales y demás programas de apoyo social.
Pero siempre se puede hacer más. La realidad doliente se ha de imponer frente a las múltiples reuniones, encomiendas pastorales y planes de evangelización. Sobre todo, teniendo en cuenta que se trata también de una petición papal y que el propio Francisco abría de nuevo esta semana las puertas del Vaticano para acoger a 43 refugiados de Lesbos.
Siempre cabe escudarse en la falta de recursos humanos y materiales para orillar una responsabilidad que emana de boca de Jesús: “Fui forastero y me hospedasteis”. Entre otras cosas, porque se incurre en un pecado de omisión: “Lo que no hicisteis con uno de estos, los más pequeños, tampoco lo hicisteis conmigo”.
La Iglesia no puede ni debe sustituir al Estado en su deber de velar por el bien común garantizando los derechos fundamentales de los migrantes, pero tampoco puede mirar de lado cuando se está pisoteando su dignidad. ¿Su misión? Ser voz de denuncia y casa de acogida permanente. Por imperativo evangélico.