Editorial

Acompañar a los ancianos consagrados: cuidar la memoria

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La pirámide demográfica española se ha invertido de una manera vertiginosa en los últimos años. Tanto es así que el número de personas mayores de 65 años ya supera a la de menores de 16. Si en 1998 apenas 3.474 españoles superaban la frontera de los 100 años, hoy son más de 15.000. España peina canas, con los interrogantes que eso conlleva, no solo sobre el sostenimiento de las pensiones, sino también para la calidad de vida y el acompañamiento de los mayores. La Iglesia también envejece, quizá a una mayor velocidad, por la falta de relevo generacional en materia vocacional, sea en el sacerdocio o en la vida consagrada.

Ante esta realidad, todas las congregaciones y diócesis han replanteado sus estructuras para hacer frente a estas necesidades, reconfigurando equipos, adaptando instalaciones y con comunidades específicas.



Se van reduciendo las manos consagradas para las obras apostólicas, pero bajo ningún concepto se ven mermadas ni la entrega ni la fe de quienes han llevado ese peso sobre sus hombros. Su vocación no solo permanece, sino que se incrementa. En unos casos desde un envejecimiento activo fuera de la primera línea; en otros, reconociendo la debilidad y la enfermedad como tiempo de misión y como expresión de fraternidad. Así lo muestra el propio papa emérito Benedicto XVI, que en estos días ha sido noticia por su delicado estado de salud, pero, sobre todo, por su talante abierto a la voluntad de Dios desde el agradecimiento orante.

Entre las preocupaciones latentes en Francisco, subyace la urgencia por poner en valor a los ancianos, custodios de la memoria del pueblo, en muchos casos con “un papel heroico en la transmisión de la fe en tiempo de persecución”. De ello dan testimonios tantos religiosos y sacerdotes de nuestro país que han sufrido los efectos de la persecución y la guerra, siendo siempre abanderados del perdón y la reconciliación.

La Iglesia española siempre ha sido referente en humanizar el cuidado integral de los ancianos, especialmente los descartados, a quienes ha regalado un hogar frente al desamparo y abandono de una sociedad que desafía con poner fecha de caducidad a la vida cuando deja de ser aparentemente útil. Ahora no solo debe reforzar esta encomienda, sino que ella misma debe ser ejemplo en el cuidado de sus propios mayores. La Iglesia se presenta así como madre que acoge y se preocupa de sus abuelos consagrados y presbíteros, a los que siente y mima como uno más de la familia, en un lugar preferente, el que corresponde a quienes se han desgastado por el Evangelio, por el Señor de la vida que les ha concedido ser testigos de su amor, también desde su madurez.