El 26 de septiembre se celebra la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado. La cita llega en plena eclosión de una realidad que hace unas semanas concentraba las miradas en Afganistán, pero con cientos de puntos calientes en todas las latitudes del planeta. El éxodo en los cinco continentes de quienes huyen de su tierra por la guerra, la persecución o el hambre alcanza ya los 281 millones de personas.
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Esta cifra desborda la capacidad de abrazar el drama que se esconde detrás de todo aquel que abandona su hogar con lo puesto, para sobrevivir. Pero sí justifica la emergencia de una verdadera acción conjunta de la comunidad internacional, a través de una política universal de mínimos, ante la inoperancia de intentar resolverlo con medidas localistas a golpe de concertinas o devoluciones en caliente.
Esta es la era de las migraciones, y no asumirlo solo entorpece la posibilidad de afrontar con madurez un fenómeno complejo, con múltiples aristas. Este particular ‘negacionismo’ es el que lleva a encerrarse en una ficticia fortaleza, dispara el miedo, la sospecha y el rechazo al que viene de fuera y alimenta los populismos nacionalistas de tintes xenófobos.
Ante un tablero mundial que, lamentablemente, continúa desordenado y con una ausencia de liderazgo sensato para afrontar las múltiples oportunidades que ofrecen las migraciones, la Iglesia no puede renunciar a tomar las riendas de este urgente y necesario cambio de rumbo por imperativo evangélico.
Francisco supo descubrirlo cuando Lampedusa irrumpió en los primeros pasos de un pontificado que ha desembocado en la encíclica ‘Fratelli tutti’, que se presenta como la formulación de un ‘statu quo’ con la dignidad de la mujer y el hombre como pilares de una fraternidad que no solo ha de ser anhelada, sino que pude ser aterrizada.
El pan de cada día
Mientras este sueño toma forma, la pesadilla permanece para quienes se esconden en los bajos de un camión, se suben a un tren de mercancías o se lanzan al mar. Y ahí es donde la Iglesia no puede fallar ni puede zafarse de conjugar en primera persona del singular y del plural el verbo rescatar. Porque acoger, proteger, promover e integrar exigen una actitud previa de salida en los católicos, máxime cuando el descarte del migrante y del refugiado es el pan de cada día en cada pueblo y en cada barrio, especialmente las regiones de frontera.
La presencia del sacerdote Luigi Usubelli en el barco Open Arms, que acude al auxilio de quienes están abocados a morir en el Mediterráneo, visibiliza la crudeza de la huida desesperada. Pero, sobre todo, la urgencia de rastrear y salvar a tantos que, también en tierra firme, se ahogarán si la Iglesia no sale al rescate para, a la vez, rescatarse a sí misma.