Según el nuevo informe de la ONU, 821 millones de personas en el mundo pasan hambre, una lacra que va a más, cuando parecía que hasta 2016 se comenzaba a ganar esta batalla. Solo era un espejismo que delata no solo un sistema económico global depredador, sino una sociedad y una opinión pública anestesiada ante la muerte de millones de seres humanos que no tienen qué llevarse nada a la boca, cuando hay recursos para todos. Pero el hambre de los últimos no es rentable ni cotiza.
El papa Francisco se ha erigido como la voz de denuncia más fuerte del planeta a través de ‘Laudato si’’, reforzando una lucha que viene haciendo la Iglesia, con más o menos fortuna, desde hace décadas. Por todo ello, al cristiano no le caben excusas a la hora de comprometerse para acabar con el drama del hambre, y con una implicación que esté al alcance de sus acciones. Desde quienes ostentan alguna responsabilidad política o laboral para implementar medidas con una repercusión directa al ciudadano de a pie. O también desde los propios hábitos de consumo, para que puedan contribuir –con más incidencia de lo que se imagina– en el cuidado de la Casa Común y, por tanto, con acabar con el hambre.