La denuncia ante la policía de un sacerdote almeriense por ser objeto de un chantaje durante casi dos años después de pagar 50.000 euros a quienes le amenazaban con denunciarle por falsos abusos pone de manifiesto la situación de indefensión a la que se enfrenta el clero. Como sucede con toda víctima de estos delitos, el temor al escándalo o a verse inmerso en un proceso judicial, llevan a sucumbir a las amenazas a cambio del silencio, aunque a la larga implique pagar un precio más alto.
Hoy, la Iglesia no cuenta con protocolo alguno para afrontar este tipo de intimidaciones, y quizá no estaría de más que lo contemplara. Inmersos en una cultura de la sospecha, estas prácticas que también se dan en el ámbito digital no deben frenar la entrega de sacerdotes y religiosos, pero sí redoblar las dosis de cautela y sentido común.
Conscientes de que la Iglesia puede resultar un blanco fácil, estas coacciones no deben afrontarse en soledad –principal arma de este tipo de estafadores–, sino con el respaldo de la comunidad y poniendo en marcha todos los instrumentos que pone a su alcance el Estado de Derecho para arrancar de raíz cualquier indicio de extorsión.