Por primera vez en la historia, la Santa Sede prepara un marco regulador para la vida eremítica. Una normativa que no busca, ni mucho menos, controlar o asfixiar una vocación que respira libertad, sino precisamente ser un apoyo para garantizar que ese singular espíritu contemplativo se ejercite con todas las garantías y se sienta acompañado y respaldado por la Iglesia a la que pertenece.
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Así lo han puesto de manifiesto ya algunas Iglesias locales, como la Archidiócesis de Tarragona, que cuenta con un seguimiento y apoyo específico para estos hombres y mujeres de silencio.
Lo cierto es que esta forma de vida consagrada goza de una tradición milenaria que, lejos de extinguirse, parece haberse reavivado en estos últimos años. Nunca será una opción para mayorías, pero sí se abre la senda a una minoría creativa que enriquece a la Iglesia.
Otros caminos
El eremita de hoy no vive ajeno al mundo, ni debe hacerlo. De la misma manera, tampoco se siente llamado a vivir su fe como un lobo solitario o con la conciencia de una república independiente. Menos aún, para recrearse en sí mismos o para contemplar una abstracción desvirtuada de Dios.
Tampoco puede ni debe ser una opción para unos inadaptados sociales que buscan erradamente el aislamiento ante la incapacidad de vivir en comunidad. Ser ermitaño va por otros caminos. En concreto, por la senda del yermo personal, de la desnudez de un alma que busca dejarse interpelar por lo trascendente, para acoger en su oración a ese mundo doliente por el que reza desde su atalaya.
Ellas y ellos hacen de esta opción vital una apuesta por encarnar a ese Jesús que, en los momentos más significativos de su estancia terrenal, se retiró al desierto, no como huida, sino como lugar para encontrarse a sí mismo y a Dios, como espacio de prueba, pero también como el lugar para afrontar su misión cotidiana.
Desde esta perspectiva, en la actualidad, los anacoretas tienen el privilegio de erigirse como una presencia profética con la capacidad de analizar el mundo desde una aparente soledad personal, que en realidad está permanentemente habitada por Dios. Por eso, desde su sigilo constante pueden convertirse en grito para una sociedad llena de demasiados complementos, pero vacía de fundamentos.
A la par, desde una vocación asumida con autenticidad, los eremitas tienen mucho que decir sin palabras y mucho que interpelar desde su retiro a una comunidad creyente, ensimismada a menudo en el hacer y el producir, ya sean documentos, planes pastorales, proyectos de evangelización… Bienvenido sea su testimonio ascético aterrizado en el hoy, si lleva a la Iglesia a adentrarse en la interioridad del Maestro Jesús.