EDITORIAL VIDA NUEVA | Mucho más que clausurar su pontificado, Benedicto XVI ha compuesto un gesto de magnitud acorde a los desafíos de la humanidad y de la Iglesia. Un gesto capaz de conmover, descentrar, convocar e interpelar no solo a cristianos y creyentes. Con el valiente reconocimiento de su debilidad, ha escrito su mayor encíclica, sacudido las entrañas de la Iglesia e invitado a los seguidores de Jesús a abrir y recorrer el sendero de un nuevo tiempo en la milenaria historia de los pontificados.
- ESPECIAL: Benedicto XVI renuncia
La simiente de su gesto casi fundacional podría encontrarse en la jaculatoria a la que recurrió cuando el último cónclave lo eligió: “¡Señor, no me hagas esto! ¡Tienes a otros más jóvenes y mejores!”. Se sentía un simple y humilde trabajador de la viña del Señor, y así lo dijo con voz temblorosa en aquella tarde primaveral de 2005. Fue lo que experimentó en aquella instancia crucial, porque, con el Vaticano II, creía que el papa solo puede ser el primero dentro del conjunto, y no un monarca absoluto que toma decisiones solitarias.
No era sencillo ocupar el sillón de Pedro tras el largo pontificado del carismático Juan Pablo II. Sin precedente histórico comparable, la renuncia sorprendió aún más por el celo con que fue preservada de toda contaminación, modo excelso que logró el Pontífice para expresar su auténtico origen: la honda meditación de su conciencia ante Dios.
Debía preservar la profunda naturaleza de su decisión de un ambiente que había denunciado sin ambages, valiéndose de la prosa encendida de Pablo a los Gálatas: “… si se muerden y devoran unos a otros, terminarán por destruirse mutuamente”. No sin dolor, Benedicto XVI confesó a los obispos de todo el mundo que ese “morder y devorar” existe también hoy en la Iglesia.
Se sentía un simple y humilde trabajador
de la viña del Señor, y así lo dijo
con voz temblorosa en aquella tarde primaveral de 2005.
Fue lo que experimentó en aquella instancia crucial.
Aun así, no faltan ni faltarán quienes asignarán carácter intempestivo a la decisión para desnudarla de su origen real. La renuncia incubaba en él, la había mentado públicamente y la venía madurando desde su viaje a México y Cuba. Fue meditada, razonada, propia de alguien que ha entregado páginas memorables sobre el vínculo entre fe y razón.
Fue en el verano de 2010 en Castel Gandolfo, en diálogo con el periodista Peter Seewald, cuando habló de la posibilidad de la renuncia de un pontífice. “Se puede renunciar en un momento sereno o cuando ya no se puede más, pero no se puede huir en el peligro”, fue la respuesta recogida en el libro Luz del mundo, a la pregunta de si había pensado en renunciar en medio de los escándalos de pedofilia.
Más aún, si quien ocupa la Cátedra de Pedro llega a reconocer con claridad que física, psíquica y mentalmente no puede ya con su encargo, “tiene el derecho y, en ciertas circunstancias, también el deber de renunciar”, dijo el Papa.
Y ahora, antes de cumplir ocho años de pontificado, fue fiel a ello, sin dejar de reconocer que el ejercicio del primado no solo se cumple con obras y palabras, sino también con sufrimiento y oración. Una concepción que Ratzinger había dejado entrever en los años de dolor y declinación de su predecesor.
Casi 25 años en la Curia junto a Wojtyla y a punto de completar otros ocho en la Cátedra de Pedro, pocos como el primer papa que renuncia en seis siglos conocen a la Iglesia, sus enormes desafíos y dificultades. Sus sombras y sus luces. A él le tocó lidiar con la tragedia de los abusos, imponer la tolerancia cero y decir palabras definitivas: “Ha sido estremecedor para todos nosotros…”.
“Lo importante es, en primer lugar, cuidar de las víctimas y hacer todo lo posible por ayudarles y por estar a su lado con ánimo de contribuir a su sanación… Lo que nunca debe suceder es escabullirse y pretender no haber visto, dejando que los autores de los crímenes sigan cometiendo sus acciones”.
Su pontificado apuntó a
una renovación interna de la Iglesia,
que significa encontrar dónde se están arrastrando
cosas superfluas e inútiles.
Su pontificado apuntó a una renovación interna de la Iglesia, que significa encontrar dónde se están arrastrando cosas superfluas e inútiles, a la vez que buscar cómo se puede lograr mejor la realización de lo esencial, de modo que “seamos realmente capaces de escuchar, vivir y anunciar en este tiempo la Palabra de Dios”.
Un panorama que acaba de actualizarse: él mismo convocó y presidió un nuevo Sínodo de Obispos, la mayor expresión de colegialidad en el gobierno de la Iglesia, cuyo funcionamiento buscó remozar para abrir mayores espacios de diálogo y escuchar sin atenuantes ni mediaciones demandas y reclamos.
Reiteradas veces –dijo– examinó su conciencia ante Dios para confrontar ese panorama del mundo y de la Iglesia, y concluir que carecía del necesario vigor del cuerpo y del espíritu para cumplir con su misión. Sus fuerzas, su lucidez, alcanzaban para vislumbrar con claridad que era el momento del gesto liminar.
Como concluyó su interlocutor de Castel Gandolfo, Benedicto XVI quiere que su Iglesia, tras los terribles casos de abusos y extravíos, se someta a una suerte de limpieza a fondo. Después de discusiones tan infructuosas y de ocuparse de forma paralizante de sí misma, parece indispensable conocer de nuevo el misterio del Evangelio en toda su grandeza cósmica.
Aunque este pontificado admite y requerirá otras perspectivas de análisis, se trata hoy de su histórica renuncia, del magno gesto de un pastor despojado de intereses y mezquindades.
La sede está vacante como nunca antes, y no por la muerte de un pontífice. Con el resto de su vigor espiritual, Benedicto XVI la ha convertido en una suerte de grito liberador. Una instancia nueva, diferente, mayúscula, como lo son los interrogantes de este tiempo.
En el nº 2.836 de Vida Nueva. Del 16 al 22 de febrero de 2013