Editorial

Bienal de Venecia: belleza trascendente entre rejas

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Francisco se convirtió el 28 de abril en el primer Papa de la historia que participa en la Bienal de Venecia, la feria de arte contemporáneo más relevante del planeta. Este viaje exprés estaba enmarcado dentro del proyecto abanderado por el Dicasterio para la Cultura y la Educación del Vaticano. Durante unos meses, la Santa Sede ha transformado la cárcel de mujeres ubicada en la isla de Giudecca en un inédito pabellón de exposiciones: las ochenta internas y nueve artistas han trabajado mano a mano para compartir lo que implica vivir entre rejas a través de pinturas, esculturas, cortometrajes, danzas… Juntos, en la prisión, lanzan un grito desde su propio dolor contra la exclusión y los prejuicios, pero también con una esperanza confiada en una reinserción sin estigmas. Una experiencia inmersiva que difumina las barreras físicas y emocionales entre quienes están cautivas y los que están fuera.



Durante su visita al centro penitenciario, Francisco abrazó a las internas para recordarles que “nadie quita la dignidad de nadie”. Una reflexión que, a la vez, ensalza la incuestionable presencia de la Iglesia entre rejas, de quienes se vuelcan en la pastoral penitenciaria, la de las segundas oportunidades, la de la misericordia. Pero, no se quedó ahí. De la misma manera, no dudó en cuestionar el hacinamiento, la falta de recursos y la violencia que se vive en estos recintos, para reclamar a los poderes públicos inversión para que la prisión sea “lugar de renacimiento material y moral”.

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Al sentarse frente a los creadores en Venecia, el Papa les invitó a ser cómplices suyos, generando obras que muevan y conmuevan ante “el racismo, la xenofobia, la desigualdad, el desequilibrio ecológico y la aporofobia”. Frente a la mercantilización del arte como un objeto más de consumo, Francisco propone recuperar esa mirada trascendente de la realidad que conlleva un compromiso directo con esa realidad contemplada. O lo que es lo mismo, un misticismo en la acción, ya sea a través de un lienzo que de una performance. Un altavoz de denuncia que se le presupone a todo artista, capaz de analizar el mundo que le rodea con una reinterpretación que va más allá de lo evidente, desde una sana provocación, a través de sus herramientas plásticas.

Oportunidad de diálogo

La Iglesia, que durante siglos ha sido el mayor mecenas del arte y que en las últimas décadas parecía haber perdido este tren, tiene la oportunidad de recuperar este diálogo con la cultura. Sin ánimo de fiscalizar o cercenar la libertad de los artistas, sino como impulsor de estos contemplativos que, con la fuerza de la belleza, contribuyen a ser conciencia social de un mundo que tiende a la polarización, la indiferencia y la superficialidad.