El 2 de febrero se celebra la Jornada de la Vida Consagrada, este año bajo el lema Caminando juntos. De esta manera, la Iglesia española busca ser impulso del proceso sinodal entre aquellos hombres y mujeres que han decidido vivir desde la radicalidad del Evangelio, siendo testimonio profético en medio del mundo.
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No solo para promover la participación dentro de la consulta abierta en su fase local, sino, sobre todo, para que cale ese ser y hacer Iglesia desde la corresponsabilidad de todas las vocaciones, desde la riqueza poliédrica de toda la asamblea que conforma el Pueblo de Dios. La propia diversidad que aportan cada uno de los carismas ya es en sí misma un signo de unidad en la diversidad, de comunión real.
Aunque el término sinodalidad, como tal, se acuña en este pontificado, el aire fresco del Concilio Vaticano II provocó un tsunami en aras de la participación y la corresponsabilidad en el seno de congregaciones, órdenes, sociedades de vida apostólica, eremitas, institutos seculares, vírgenes consagradas y otras tantas asociaciones.
Múltiples avances
En estas décadas se han llevado a cabo múltiples avances, desde una fidelidad creativa, a la hora de abrir cauces de escucha para actualizar, por ejemplo, el sentido de la autoridad y la obediencia, que se ha aterrizado en el día a día de las comunidades, de la gestión de los capítulos y de la propia misión evangelizadora.
Aunque todavía queda un largo trecho por recorrer, apostando por odres nuevos frente a estructuras caducas, los lazos de fraternidad que se han ido configurando en este tiempo se reflejan en algunos signos proféticos, como la mejora de las llamadas mutuas relaciones con los obispos y la vinculación de los seglares.
En no pocos casos, se está dando el salto a hablar de familias carismáticas que integran a consagrados y religiosos mano a mano, siempre alentados por el Espíritu. Desde la llamada a una vocación personal y reforzando esta identidad, la misión compartida está suponiendo una revitalización del don regalado a través de cada uno de los fundadores para servir a la Iglesia y a la sociedad. Los laicos dejan de ser, pues, meros gestores o brazos ejecutores, convirtiéndose en un hermano más, a través de comunidades que se sienten identificadas con el ser y hacer, pero, sobre todo, compartiendo vida.
Se trata de una travesía nueva en la que embarcarse, pero con la seguridad de hacerlo dentro de una Iglesia misionera y con la mirada puesta en aquellos primeros grupos de apóstoles con diversidad de dones, pero con un mismo sentir en torno a un Jesús resucitado, que, como en Emaús, se empeña en ir de la mano de los discípulos, “caminando juntos” para anunciar la Buena Noticia, en sinodalidad.