Editorial

Cinco nuevos cardenales: apóstoles aterrizados en el mundo

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Tres homilías en tres días para que la Iglesia no pierda el norte de la realidad. El papa Francisco se ha servido del 25º aniversario de su ordenación episcopal, del cuarto consistorio por él convocado y de la fiesta de san Pedro y san Pablo para volver a exigir una Iglesia aterrizada en el mundo de hoy y que cure las heridas de la humanidad, tocando tierra con los sufrimientos de la gente, y no desde un palco vip.

Aprovechar la solemnidad del primer papa y del apóstol de los gentiles para recordar a los católicos que no se puede ser “cristianos de salón”, sino hombres y mujeres que respondan a las urgencias de sus hermanos, se convierte en algo más que una mera declaración de intenciones.

Resulta igualmente llamativo el hecho de que el Papa haya tenido que recordar una vez más al Colegio cardenalicio que no están llamados a ser príncipes, sino a servir “como Cristo y con Cristo”.

Este mantra constante de Jorge Mario Bergoglio parece necesario para respaldar a la mayoría de pastores, que lo anclan a su día a día. Pero, sobre todo, como advertencia para quienes todavía se aferran a una mirada propia de una gerontocracia, tanto en el escenario eclesial como en su compromiso social. Francisco sabe que cuenta con el viento a favor del Espíritu, pero que no todos los pastores, de aquí y de allá, muestran docilidad para dejarse llevar por ese aire fresco.



El Papa argentino ha manifestado esta tesis reformadora de palabra, pero también con los gestos. El singular consistorio en lo que a número se refiere –tan solo cinco cardenales–, no lo es tanto en cuanto a su significado. Cinco cardenales procedentes de cuatro continentes distintos. Ningún italiano a la vista y sí países con nula tradición púrpura, pero que el Papa llama para dar aire fresco a una Iglesia que se reconoce católica y universal.

Y como suele ser también habitual en este Papa, no se detiene en análisis catastrofistas de la situación, ni tampoco se aferra a una regañina al uso. El plan de Bergoglio pasa por una Iglesia libre de ataduras que se permita “soñar y dar nuestros sueños a la juventud de hoy, que tiene necesidad. Ellos tomarán de nuestros sueños la fuerza para profetizar y llevar adelante su misión”.

Se trata de sueños, que no de ensoñaciones, sueños con los ojos abiertos y con una mirada orante, que aterrice para sacar la cara por los nuevos esclavos que pueblan este siglo XXI, por las víctimas de la guerra y del terrorismo, por todos aquellos descartados de la economía en tantos lugares de nuestro planeta… Todos ellos podrán recuperar su dignidad de la mano de un apóstol que esté siempre en camino, da igual si está vestido de púrpura, tiene hábito o usa vaqueros. Lo importante es que esté revestido de Evangelio y realidad.

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