Dos elecciones generales después y concesiones de cuestionable peaje a los independentistas, Pedro Sánchez arranca su Gobierno de coalición con Pablo Iglesias. Se abre un período de incertidumbre e inestabilidad, no tanto por el tinte de izquierdas, como por la fragilidad de sus apoyos parlamentarios. Aunque Unidas Podemos exigirá algún gesto anticlerical efectista en estos primeros meses, el programa retoma los mantras habituales socialistas: regular la eutanasia, revisión de las inmatriculaciones, ley de libertad de conciencia laicista, presión a la escuela católica, asignatura de religión sin valor académico…
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Nada nuevo bajo el sol y que, lejos de provocar, ha de presentarse como una oportunidad para promover una colaboración crítica, desde la lealtad y generosidad a la que apela el cardenal Ricardo Blázquez, con independiencia, tanto de quienes están en la Moncloa como de quienes ejercen la oposición. La Iglesia puede y debe convertirse en un actor cohesionador entre tanta polarización. Que sea proactiva, anuncie, negocie y denuncie sin caer en discursos catastrofistas. Para ello toca hilar fino ante una política de relumbrón donde servir al bien común pasa a un segundo plano.