El 16 de diciembre, el Tribunal Vaticano dictó una sentencia inédita en la historia. Por primera vez, un cardenal era condenado a prisión por delitos vinculados a la corrupción. El italiano Angelo Becciu, que llegó a ser el número 3 de la Santa Sede con Benedicto XVI y Francisco, ha sido condenado a cinco años y medio de cárcel por malversación.
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A una multa personal que asciende a 8.000 euros, se suma el pago solidario –junto a los otros ocho condenados– de una indemnización de 200 millones de euros al Vaticano por el daño causado. Tanto el proceso como la sentencia hablan de que algo –o mucho– ha cambiado en estos años en el Vaticano. Los pecados, sean financieros o sexuales, ya se tipifican como delito y se abordan como tal. Ni se hace la vista gorda ni se mira para otro lado.
En la medida de lo posible, se aborda con justicia y transparencia tras las reformas emprendidas por el Pontífice argentino. Un aviso a navegantes para clérigos y laicos que usan la hucha de la Iglesia para llenarse su bolsillo o para emprender proyectos grandilocuentes poco evangélicos que acaban en una bancarrota financiera y de credibilidad. Ahora tienen algo más dificil meter la mano en el cepillo.