Editorial

Contra los abusos, mejor juntos

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La Santa Sede no da tregua a los abusos. Así al menos lo atestigua el secretario adjunto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Charles Scicluna, en una entrevista a Vida Nueva en la que detalla las medidas que están por venir después de la histórica cumbre de febrero. Entre ellas, destaca la reforma de dos leyes vaticanas y una guía pastoral. Entre las propuestas que se barajan se encuentra, además, la creación de un procurador que garantice que la víctima es acompañada durante todo el proceso de investigación.



Todas estas iniciativas en las que trabaja el equipo del que forma parte Scicluna tienen un signo común: situar a la víctima en el epicentro de la acción de la Iglesia en esta lucha contra la pederastia. Hasta hace bien poco, los criterios para abordar la cuestión pasaban, en el mejor de los casos, por preservar la reputación de la institución, abordando de forma tangencial una crisis que exige una opción preferencial por quienes han sufrido abusos.

Lamentablemente, a pesar de las medidas vaticanas adoptadas y las que han de venir, acabar con esta lacra exige una toma de conciencia sobre la gravedad del problema que parece no darse en todas las latitudes. Hasta que no se genere una profunda reflexión sobre las causas estructurales de los abusos de poder, conciencia y sexuales, y se haga partícipe y corresponsables a todos y cada uno de los católicos, simplemente se pondrán tiritas a una herida que sigue sangrando.

En este contexto, los obispos españoles celebran su Asamblea Plenaria. No son pocos los que llegan a la cita con el deseo de que se den pasos decisivos sin demoras. Sin esperar al vademécum pontificio del que, como señala Scicluna, solo se tiene un primer borrador. Los prelados llegan a este encuentro conscientes de que no se dará el paso para realizar una investigación histórica. Sin embargo, se espera que, al menos, puedan coordinar acciones conjuntas para afrontar con decisión el problema.

Sería una decisión sensata y efectiva establecer una estrategia común, frente al desgaste de tiempo y esfuerzo que supone elaborar un protocolo diferente para cada diócesis, establecer programas de formación dispares, contratar auditorías de prevención cada uno por su lado o replicar organismos tales como la oficina de atención a víctimas. Menos aún cabe establecer batallas particulares con poco recorrido en lo que a un plan de comunicación se refiere, para recuperar la credibilidad perdida en pocos meses ante la opinión pública y ante los propios fieles. No les falta tarea a los obispos, una cuestión tan densa y ardua que quizá requeriría algo más que unas horas en sesión reservada para abordarla. Sobre todo, si realmente se considera como una prioridad real. Que lo es. O debería serlo.

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