El jueves 1 de junio tuvo lugar la séptima edición de las Conversaciones PPC, organizadas por la editorial y el Instituto Superior de Pastoral de la Universidad Pontificia de Salamanca. Bajo el lema Polarizados… ¿y divididos? Cómo crear comunión en tiempos de conflicto, este foro de formación y reflexión ahondó en un fenómeno lamentablemente creciente en la esfera social y eclesial.
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La ciudadanía está padeciendo cómo se ha disparado la tensión política con populismos de derecha e izquierda que han disparado la crispación forzando posiciones belicistas e irreconciliables con una demagogia a brochazos, etiquetando al otro como enemigo al que batir en un “conmigo o contra mí”.
La Iglesia no permanece ajena a este auge del frentismo y la ideologización que se ha colado en la Curia, en las parroquias y en los seminarios. Resulta especialmente escandaloso que la comunidad cristiana se contagie hasta nublársele la vista para dejar de ver al otro como hermano y tacharle de hereje. Lejos de abrazar la riqueza en la diversidad como signo de pluralidad eclesial, resurge ese preocupante “yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de Cefas”, con la duda adherida: “¿Está dividido Cristo?”.
Este tiempo de desconcierto surge en el marco de la reforma que promueve Francisco para aterrizar el Concilio Vaticano II. Y las amenazas a la comunión son reales, alimentadas por grupos restauracionistas que, sin ser mayoría, sí cuentan con los suficientes altavoces financieros y mediáticos para generar algo más que confusión en el Pueblo de Dios.
Cismas cotidianos
Ante estos ataques, máxime cuando se cuestiona la autoridad del sucesor de Pedro, la tentación inmediata pasa por responder con la misma moneda del contraataque. Sin embargo, el propio Francisco marca la hoja de ruta a seguir, que no es otra que la sinodalidad; esto es, caminar juntos, sin que nadie quede fuera ni se le eche, aun cuando el desacuerdo sea extremo. Y es que, entre las máximas del pensamiento de Bergoglio, se encuentra que “la unidad es superior al conflicto”, lo que supone integrar el disenso, el debate y la crítica como eslabones en un proceso de discernimiento y crecimiento mutuo.
De la misma manera, no cabe exculparse de esta tarea, pensando que es el otro el que agita y divide, sin rastrear cómo cada uno contribuye a conformar cismas cotidianos, cuando se alimentan los chismorreos, se tira por tierra la opinión del otro con un comentario gratuito y se cuestiona con el piloto automático la valía de quien asume una responsabilidad. Solo desde un compromiso personal puede rebajarse la polarización y construir el frágil pero imprescindible puente que consolide la comunión.