Casi un 70% de los votantes irlandeses ha respaldado la reforma legislativa del aborto en un referéndum que abre la puerta a interrumpir el embarazo sin restricciones durante las primeras doce semanas de gestación. Que se den alas para restringir el derecho a la vida del no nacido nunca es una buena noticia. Y tampoco que se celebre como una victoria de las mujeres.
Además, el abrumador respaldo deja tras de sí una reflexión añadida a tres meses de la visita del Papa al país: la mermada influencia de la Iglesia entre los irlandeses. La alianza entre un secularismo al que no es ajena la isla y la falta de credibilidad de la institución tras los escándalos de abusos, ha hecho que 9 de cada 10 votantes menores de 24 años respaldasen el aborto libre. Una vez más, la Iglesia no puede ni debe cambiar el fondo de su discurso, pero sí el tono y las formas para presentar sus argumentos de forma propositiva, con la conciencia de que, frente a la evidente pérdida de identidad católica y desafección por parte de los irlandeses, la única vía es la de la cultura del encuentro, de una pastoral de acercamiento basada en la humildad y cercanía, alejada de todo atisbo de superioridad o juicio condenatorio.