La nueva vía de reconocimiento para la santidad que acaba de abrir el papa Francisco a través del ofrecimiento de la propia vida supone, sin lugar a dudas, un salto cualitativo relevante.
Habrá quien, sarcásticamente, deje caer que con el motu proprio ‘Maiorem hac dilectionem cualquiera puede ser santo. No les falta razón. Entre otras cosas, porque cualquier cristiano está llamado a vivir en santidad por el bautismo.
Otra cosa es considerar que este camino pudiera, de alguna manera, abaratar los criterios para poner en marcha el proceso. Nada más lejos de la realidad. Ofrecer la vida por los demás expresa una plena imitación de Cristo. Así, podría estudiarse el caso de los misioneros fallecidos a causa de la pandemia del ébola o el del joven laico español fallecido en el ataque terrorista del pasado 3 de junio en Londres.
Más allá de la casuística, Francisco insiste en la santidad como el fruto de una vivencia cotidiana de la fe, cumpliendo la voluntad de Dios en lo ordinario. Una oportunidad más para bajar de los altares a los santos, pero no para restarles dignidad, sino con la finalidad de reconocer en ellos modelos cercanos de hombres y mujeres fieles al Amor.