Las migraciones son un fenómeno intrínseco a la globalización. La movilidad geográfica es multidireccional, pero se convierte en llamada de socorro que exige una respuesta integral e integradora para quienes huyen víctimas de la guerra, de la persecución o intentando escapar de una muerte segura por el hambre y la pobreza.
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La compasión inicial ante este drama se torna discriminación cuando el miedo hace levantar los muros del rechazo por temores infundados que hacen ver al diferente como una amenaza a la sostenibilidad del bienestar, cuando no como invasores portadores de la mochila de delincuencia. En paralelo a estos discursos xenófobos, eso sí, se explota al de fuera como mano de obra barata, negándole cualquier derecho. De esta manera, se forja una espiral de desconfianza que opaca las potencialidades que trae la multiculturalidad.
La Iglesia se ha plantado y se planta, de obra y de palabra, para romper con estas tesis populistas destructivas que condenan al migrante a ser el problema. Y no lo asume como una proclama humanitarista, sino por decreto paulino: “No hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3, 28).
Hoy se conjuga a pie de patera con los ‘verbos guía’ de Francisco: acoger, proteger, promover e integrar. Sin embargo, este proceso no queda exento de contagiarse por inercia de algunos dejes que sitúan al extranjero en un escalón por debajo, por ejemplo, ubicándole solo como mero receptor de limosna. En ocasiones, se les trata como meros espectadores en las propias comunidades, no aptos para más misiones, y se cae en la dinámica utilitarista socialmente asumida limitando su campo de acción.
Ahí está la tentación de las vocaciones importadas para parchear vacíos pastorales o la negativa a confiar responsabilidades ante la falsa creencia de su falta de capacidades o de adaptación al entorno.
La frescura del que viene de fuera
Sin embargo, se aprecian también signos de un vuelco en los estereotipos, abriéndose a la frescura del que viene de fuera, como profetas y protagonistas de una Iglesia que se enriquece y rejuvenece con los dones de diferentes latitudes. Se constata en congregaciones religiosas con solera histórica, que ya confían su timón a superiores generales que vienen del sur. Pero también en quienes ya asumen cargos –y no solo cargas– en otros espacios eclesiales, parroquiales y diocesanos desde el convencimiento de su madurez y valía.
La Iglesia es católica en la medida en la que se reconoce universal, sin distinción entre ciudadanos de primera y de segunda, hermanos sin pedigríes ni pasaportes, sea en la mesa de la comunión o en el servicio del liderazgo.