El cuerpo de Francisco Franco ya descansa en el panteón familiar del cementerio de Mingorrubio, después de la exhumación de sus restos del Valle de los Caídos, cumpliendo así una promesa del presidente en funciones, Pedro Sánchez, en el marco de la ley socialista de Memoria Histórica.
Un proceso en el que la Iglesia no se ha presentado como obstáculo ni como enemigo, pero que, de alguna manera, ha acabado salpicándola. Por un lado, ante las amenazas vertidas contra algunos obispos por parte de una ultraderecha que ya puso en el disparadero a Pablo VI y a Tarancón. Por otro, ante una desmedida homilía laudatoria en la eucaristía de reinhumación.
La Iglesia jugó un papel determinante en la Transición española hacia la democracia. Lamentablemente, este hecho ha quedado empañado, tanto por proclamas electoralistas anticlericales como por algún mérito propio. Máxime cuando se han desenterrado heridas y, con ellas, no pocos clichés. Por ello, no es cuestión baladí explicitar ante la sociedad, y reafirmar entre los propios cristianos, una desvinculación inequívoca ante el mínimo atisbo de nacionalcatolicismo y, por tanto, de franquismo.