El terrorismo yihadista irrumpe de nuevo en España tras el 11-M. Los atentados de Barcelona y Cambrils se han cobrado la vida de 16 personas, junto a un centenar de heridos. Una vez más, el Estado Islámico buscaba irrumpir en el corazón de una ciudad emblemática para resquebrajar nuestro modelo de convivencia.
Frente al horror sembrado durante unas horas, se erigió un grito popular –“No tenemos miedo”–, toda una defensa de los derechos y libertades fundamentales frente al radicalismo. Una afrenta cívica en toda regla a quienes manipulan un credo y utilizan la imagen de Dios para justificar lo injustificable.
“No tinc por” implica además una declaración de intenciones que requiere de un compromiso activo el día después de la tragedia, esto es, cuando las Ramblas se vuelven a llenar de turistas, cuando el dolor de las víctimas desaparece de los medios informativos y la desgracia golpea las calles de otro barrio lo suficientemente alejado como para reducir la preocupación.
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Despertar al terror exige, sin embargo, recuperar las normalidad, aunque no tenga sentido continuar como si nada hubiera ocurrido. Conscientes de esta amenaza arbitraria e indiscriminada del ISIS que ha hecho vulnerable cualquier rincón de Occidente, son los ciudadanos –con los cristianos al frente– quienes han de velar para mantener y hacer realidad, sin caer en demagogias baratas, los valores democráticos y evangélicos sobre los que se sustenta nuestra civilización, tales como el pluralismo, el respeto al otro y la acogida.
Recae en los creyentes musulmanes el peso de alzar la voz, como de forma ejemplar han hecho estos días, para rechazar de forma enérgica toda vinculación del islam con la violencia y evitar que el integrismo se cuele en mezquitas y el fanatismo tenga un caldo de cultivo en jóvenes.
De la misma manera, corresponde a todos, individuos y colectivos sociales, encauzar iniciativas que destierren cualquier signo de intolerancia e islamofobia que puedan auspiciar el odio o la venganza, uno de los principales objetivos de los extremistas. En este sentido, no es tarea menor la que atañe a la Iglesia a la hora de reforzar el diálogo interreligioso como pilar de la cultura del encuentro y trabajar, como hasta ahora, para que no se estigmatice al migrante por el mero hecho de profesar una fe diferente.
Despertar al terror requiere además que el Estado de Derecho frene esta lacra con todos sus recursos de que dispone, desde iniciativas preventivas como los bolardos a un censo de imanes para no dejar margen a fanatismo alguno, pasando por una coordinación impecable de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad. Y estas tareas solo llegarán a buen puerto si, con la misma firmeza con la que se condena sin paliativos un atentado, se borra todo interés partidista posterior.
El cardenal arzobispo de Barcelona, Juan José Omella, en la misa por la paz y la concordia, ya alertó de ello ante las autoridades y responsables políticos de nuestro país: “Sí, hermanos, la unión nos hace fuertes, la división nos corroe y nos destruye”.
Despertar al terror exige un compromiso firme de la comunidad internacional sin excusas, una acción global que vaya más allá de una ofensiva militar para elaborar una estrategia común que apueste por el desarrollo, la integración y la diplomacia. Francisco ha arremetido una y otra vez contra los fabricantes y traficantes de armas, así como contra las potencias que los amparan y financian directa o indirectamente.
Así pues, despertar al terror exige levantarse cada mañana no solo con este propósito, sino con acciones que permitan construir un mundo en paz, que descanse en el mensaje de Jesús: “No tengáis miedo”.