El papa Francisco tiene en su punto de mira la renovación del diaconado permanente. O, más bien, la vuelta a su esencia. Así lo verbalizó en la reciente Plenaria del Dicasterio para el Clero, en la que instó a la Iglesia universal a que apueste “más decididamente por la diaconía de la caridad y el servicio a los pobres” frente a la tentación de que los diáconos permanentes sean considerados y se consideren a sí mismos solo como un mero apoyo en la liturgia, “un sacerdote de segunda clase”. Lo cierto es que España apenas cuenta con 572 diáconos permanentes, frente a los 50.000 que hay en todo el planeta, la inmensa mayoría en América.
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El toque de atención del Pontífice busca redescubrir el potencial de este ministerio para recuperar sus raíces apostólicas, que hablan de una entrega pastoral y social, sin desmerecer su misión en el altar, pero sí despejando cualquier atisbo de clericalismo. No se trata de un giro inesperado de Jorge Mario Bergoglio, sino de aterrizar los postulados del Concilio Vaticano II, que restauró esta figura a través de la constitución ‘Lumen gentium’.
Es decir, los diáconos permanentes cuentan con una doble dimensión, que les lleva a maridar el ser centinelas de la Palabra y la entrega al prójimo. A este contexto, se añade un elemento nada marginal. Si bien es cierto que el diaconado permanente, como cualquier otra vocación, responde a una llamada y un discernimiento personal, su ministerio no puede ni debe entenderse ajeno a su familia. Se es diácono en familia, con la riqueza que ello implica para toda la comunidad donde está incardinado, así como el equilibrio y la cultura del cuidado que precisa.
Reflejo del Cristo servidor
El diácono es, por tanto, reflejo del Cristo servidor, un hombre para la caridad, de lo que se desprende una encomienda prioritaria para ponerse al servicio, tanto de la comunidad cristiana como en las periferias reales y existenciales, como avanzadilla profética insertada en el mundo. Para ello, urge revisar y actualizar los procesos de formación y discernimiento de los candidatos al diaconado, lo cual exige también una clarificación por parte de los obispos sobre qué buscan realmente cuando promueven ese ministerio, y del propio presbiterado para que redescubra su encaje en la comunidad parroquial.
Los diáconos permanentes dejarán de ser una especie de supermonaguillos en la medida en que se profundice en su verdadera identidad. Un desafío que ya se puso de manifiesto en la primera vuelta del Sínodo de la Sinodalidad y que, precisamente, una Iglesia que busca ser sinodal no puede orillar. Porque, cuanto más a ras de suelo esté el diácono lavando los pies a los vulnerables, más sentido tendrá su servicio en el altar.