En España, 3,5 millones de jubilados reciben una pensión por debajo del umbral de la pobreza. Hasta la fecha, ningún Gobierno ha sabido dar con la tecla que permita romper con esta dinámica. No es una cuestión baladí, en tanto que estas cuentas se dan en el marco de un Estado del bienestar con una pirámide demográfica invertida, lo que dificulta la sostenibilidad del sistema. Sin embargo, ello no puede eximir a la clase política de buscar vías para garantizar que ningún mayor o persona dependiente carezca de las condiciones mínimas para llegar a fin de mes.
Con las elecciones a la vuelta de la esquina, emergen ya discursos mesiánicos para hacerse con el voto de los pensionistas a través promesas efectistas de imposible aplicación.
Si alguien tiene autoridad para denunciar esta situación es una Iglesia que, de forma callada, llega allí donde las administraciones públicas se quedan cortas. Parroquias, institutos de vida consagrada y ONG católicas echan el resto, no solo para salir al encuentro de las necesidades materiales de las personas mayores, enfermas o con discapacidad. La Iglesia es su familia. Porque para preservar la dignidad de un anciano, no es suficiente una paga mínima, sino tejer una red socializadora que rompa con una espiral de marginación y soledad. La opinión pública tiene que escuchar y ver a los ancianos, y la Iglesia debe visibilizar esta realidad, no solo con su trabajo cotidiano, sino como voz de denuncia frente a la precaridad.
Desde hace más de un año, los pensionistas vascos se manifiestan cada lunes para defender sus derechos. Unas movilizaciones que, de forma puntual, han contado con réplicas en el resto del país. Sujetando estas pancartas por unas pensiones dignas, los jubilados católicos han capitaneado muchas de estas marchas. Lamentablemente este arrojo no ha contado con un respaldo eclesial masivo a la altura que secunde sus demandas. Cuesta asimilar que no se haya tenido el mismo ímpetu a la hora defender a los ancianos que en relación a otras reivindicaciones igualmente legítimas. Y eso que no son pocos los sacerdotes, religiosos, misioneros y contemplativos que han entregado su vida por los demás sin preocuparse por la cuantía de sus cotizaciones, pero lamentablemente, ahora, de no ser por el respaldo de sus comunidades, no llegarían a fin de mes.
Sacar la cara por los pensionistas pasa por ir más allá del impecable acompañamiento que ya se hace para defender en la calle a quienes conforman las raíces de la familia y de la Iglesia. Debería ser un imperativo evangélico esta lucha contra esa cultura del descarte, que se ha convertido en santo y seña de este pontificado, liderado por un mayor que sí ha sabido empatizar y ejercer de portavoz de sus coetáneos.