No suele ser habitual que la reflexión dominical del Papa durante el ángelus sea monotemática, como sucedió el 2 de octubre. Por primera vez, siete meses después del inicio de la guerra en Ucrania, el Pontífice se dirigió explícitamente a Vladímir Putin con un ruego: “Mi llamamiento se dirige ante todo al presidente de la Federación Rusa, suplicándole que detenga, también por amor a su pueblo, esta espiral de violencia y muerte”.
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El anuncio de la anexión de cuatro regiones ucranianas ocupadas tras un referéndum amañado, unido al creciente ensañamiento contra civiles, ha venido acompañado de la amenaza nuclear. Cabría considerar que la diplomacia vaticana, al igual que el resto de la comunidad internacional, da verosimilitud a estas intenciones, máxime cuando, después de la alocución papal, ha trascendido que Putin habría movilizado el submarino nuclear ruso.
Esto justificaría el hecho de que, hasta en dos ocasiones, Francisco alertara el domingo de que “aumenta el riesgo de una escalada nuclear, hasta el punto de que se hacen temer consecuencias incontrolables y catastróficas a nivel mundial”.
Este contexto bélico llevado al extremo es el que lleva al Papa a identificarse con “el sufrimiento de la población ucraniana tras la agresión sufrida”, que se une al respaldo anteriormente expresado a la nación para defenderse del invasor. A la par, Francisco reclama, tanto a Putin como al presidente Volodímir Zelenski y a la comunidad internacional, que pongan todos los medios que estén a su alcance para propiciar un alto el fuego inmediato y buscar una solución negociada a esta barbarie.
Cartuchos diplomáticos
A la vista está que el margen de diálogo con el autócrata ruso parece escaso, pero nunca se puede dar por imposible. A buen seguro, que todavía quedan cartuchos diplomáticos que permitan reconducir el caos reinante y frenar la actual deriva de destrucción que parece encaminarse a una guerra total.
De lo que nadie puede dudar a estar alturas es de la implicación de la Secretaría de Estado y del Papa para acabar con esta masacre. Así lo atestiguan los frutos de esta discreta y efectiva mediación, como se pudo constatar hace unos días, cuando trascendió que Francisco intervino para lograr un intercambio de prisioneros.
Aunque no se publiciten más episodios como este, que hablan de cierta esperanza en la oscuridad y desde fuera pueda percibirse cierta equidistancia de la Santa Sede, la realidad es que ha redoblado el principio histórico de neutralidad positiva de la diplomacia pontificia, que pasa por un equilibrio realmente desinteresado, y que busca mediar para sumar, dialogar, en lugar de enfrentar, con un único objetivo: la paz.