Editorial

El drama de los migrantes en el campo

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Los dramas cotidianos se silencian. Y ese silencio es el olvido al que parecen abocados los jornaleros migrantes en Almería, provincia que aglutina al mayor porcentaje de extranjeros de nuestro país, procedentes principalmente de Marruecos y otros países subsaharianos. Son ellos los que sacan adelante la que se conoce como “la huerta de Europa”. Lamentablemente, su día a día no se corresponde con el creciente nivel de exportación y la alta renta per cápita de sus municipios.

Los ínfimos sueldos (muchos cobran 3,5 euros la hora frente a los 5,5 euros del salario mínimo interprofesional) van acompañados de condiciones infrahumanas que padecen junto a sus familias: aislados en guetos culturales y sociales, hacinados en chabolas y cortijos-patera, sin acceso a servicios sanitarios mínimos… Sin olvidar que muchos no cuentan con contrato o ni tan siquiera tienen regularizada su situación, lo que les hace todavía más indefensos ante cualquier abuso, resignándose a permanecer atrapados en un bucle de extorsión sin salida. Los “sin papeles” no tiene opción: o un jornal precario o la nada.

Desde los años 70, cuando comenzó la eclosión del cultivo intensivo en Almería, la Iglesia local se puso manos a la obra para acompañar a los migrantes nacionales de entonces. Hoy, esos jornaleros tienen otro rostro, pero sacerdotes, religiosos y laicos han reforzado si cabe su apoyo a quienes faenan allí.

Vida Nueva ejerce de altavoz de quienes son testigos de la explotación de esta mano de obra barata en la provincia andaluza, pero, lamentablemente, los temporeros migrantes en otras regiones de nuestro país no son ajenos a este atropello de derechos, a esta “esclavitud del siglo XXI” denunciada por el papa Francisco, que, a través del empleo sumergido, cosifica a los seres humanos.



Las autoridades hacen la vista gorda y los ciudadanos miran para otro lado ante delitos que constatan en el día a día los religiosos que viven y sufren con los últimos. La Iglesia trabaja sobre el terreno con ellos, aunque las manos son pocas para hacer frente a las emergencias de estos colectivos, para sacar adelante proyectos socioeducativos, de integración, de asesoramiento legal o de inserción laboral que les devuelvan la dignidad, al estilo de Jesús.

La tarea se rebela tan ingente que resulta imposible afrontarla de forma aislada. Las realidades eclesiales implicadas necesitan crear redes con otras entidades sociales volcadas en que se cumplan los derechos de los últimos y en hacerse escuchar en medio de una sociedad que se queda en la superficialidad productiva de este mar de plástico, pero ignora el océano de indignidad que se mueve debajo.

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