Publicado en el nº 2.672 de Vida Nueva (del 29 de agosto al 4 de septiembre de 2009).
El verano nos trajo la noticia del relevo en la Nunciatura Apostólica de España. El nuncio portugués, Manuel Monteiro de Castro, nombrado en julio secretario de la Congregación de Obispos, ha sido sustituido por el arzobispo italiano Renzo Fratini. Tras casi una década de trabajo en nuestro país, Monteiro se marcha con “los deberes hechos” y con un tímido reconocimiento a su labor conciliadora, no exenta de dificultades, tanto ad intra como ad extra de la propia Iglesia. La historia nos enseña que no ha sido el único en cosechar críticas y alabanzas a la par antes de su partida. No ha sido un trabajo fácil en sus circunstancias, habiendo tenido que ejercer su ministerio con dos gobiernos de signo distinto –el PP de Aznar y el PSOE de Zapatero–, con dos presidentes de la CEE –Ricardo Blázquez y Antonio María Rouco– y con dos pontífices –Juan Pablo II y Benedicto XVI–. Monteiro ha sabido, pese a todo, estar en su sitio y salir airoso en su misión. Toca ahora el relevo y llega un hombre que tendrá que seguir haciendo oír la voz del Papa en diversos asuntos delicados que están en la agenda eclesial y política.
No conviene perder de vista la misión prioritaria que el Código de Derecho Canónico (cánones 362 al 367) confiere al nuncio: representar al Papa ante las diversas Iglesias particulares, ayudando a los obispos en su misión evangelizadora, procurando estrechar los vínculos de comunión entre los obispos diocesanos con el sucesor de Pedro. Desde esta perspectiva, no sólo tiene la misión de presentar al Papa los nombres de los candidatos para el episcopado, sino también conocer y dar a conocer a Roma el estado de las distintas diócesis, tarea a la que un nuncio no debe renunciar delegando esta función en otras instituciones o personas. Una tarea eminentemente eclesial que, de potenciarse, servirá para fortalecer la comunión que el Papa viene pidiendo repetidamente a la Iglesia española y con la que debe colaborar estrechamente para su logro.
La otra misión paralela, aunque no menos importante, es la de representar al Papa ante el Estado, procurando velar por el cumplimiento de los diversos acuerdos que hay establecidos entre el Estado y la Iglesia. Dos tareas delicadas. La segunda no puede entenderse sin tener clara la primera y debe realizarse, en armonía, diálogo, mesura y sencillez, ofreciendo siempre al Estado la mano abierta a la colaboración en el bien común, con un talante que muestre siempre un rostro conciliador, amable y entrañablemente evangélico.
El nuevo nuncio tendrá que estar atento para diseñar el perfil del episcopado ante el relevo generacional que se avecina en la próxima década. Tiempos nuevos con realidades nuevas a las que no pueden ser ajenos los pastores diocesanos elegidos. Conocer la realidad y apoyar la tarea evangelizadora en tiempos nuevos es tarea urgente de un nuncio que encontrará también una sociedad en proceso de secularización, con una legislación ante la que no puede callar su voz, ni imponerla, sino ofrecerla como alternativa seria, llena de sentido y que en Jesucristo y en el evangelio tiene su única fortaleza.