Editorial

Educar para transformar

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Escuelas Católicas ha celebrado su macro congreso pospuesto por la pandemia, que busca ser aliento para los maestros cristianos, en una misión no suficientemente reconocida. Cuando las aulas no se han repuesto del sobresfuerzo pandémico, este curso se está aplicando a trompicones la Lomloe, enésima reforma educativa aprobada sin el más que necesario consenso de la comunidad educativa y socavando la libertad de elección de centro por parte de las familias.



Pese a todo, los colegios de la Iglesia han reaccionado con docilidad para adaptar el currículo de estreno a la realidad de niños, adolescentes y jóvenes. Es más, lejos de ejercer cualquier oposición, el congreso celebrado en Granada se ha erigido como un espacio en el que reivindicar la urgencia de tender puentes en aras del Pacto Educativo Global que abandera Francisco. Así lo transmitieron los ponentes desde un lema que se cimenta en el magisterio papal: Inspiradores de encuentros.

Porque –tal y como aseguró uno de los docentes, que habló en primera persona de su colegio–, lejos de ser islas, buscan ser plazas que conectan con la realidad de los chavales, para que se conviertan en motores de cambio y hacer realidad ese Reino de las Bienaventuranzas que anunciaba Jesús de Nazaret y que soñaron tantas y tantos fundadores proféticos desde la apuesta por una educación integral.

Escuelas CAtólicas

Este es el ser y el hacer que emana de una plataforma que representa al 15% del total del sistema educativo español y aglutina al 57% de la enseñanza concertada. Lamentablemente, al hostigamiento de los poderes públicos también se unen del otro lado algunas voces eclesiales que cuestionan este modelo abierto e inclusivo, menospreciando la educación en valores por considerarla descafeinada y contagiada de buenismo manipulado.

Misión artesanal

Quienes se presentan hoy como abanderados de una determinada identidad católica depurada, además de convertir la educación en un negocio y apañárselas para hacerse con la titularidad de centros añejos a cualquier precio, más bien pareciera que buscan convertir las clases en laboratorios de militancia confesional con un aire nostálgico, proselitista y excluyente que debería preocupar a quienes han de tutelarlos.

En medio de la obsesión por la innovación pedagógica, la revolución digital y el desconcierto de los políticos, educar en cristiano no pasa por levantar muros identitarios con la excusa de proteger al alumnado de estos desafíos, sino que se torna una misión artesanal, y, así, proporcionarles herramientas para que sean capaces de transformar el mundo desde un espíritu crítico que sabe a libertad, acogida, igualdad y fraternidad, que sabe al Evangelio del encuentro.

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